Recientemente, Trump presentó los cuatro pilares para una reforma migratoria «moderna, segura y legal», orientada principalmente a abordar el tema de los dreamers, la seguridad fronteriza, el patrocinio familiar y la lotería de visas. Por un lado, abriría el camino a la ciudadanía de 1.8 millones de jóvenes llegados en la infancia de manera irregular, aunque en un plazo de entre 10 y 12 años. Esta medida también incluiría el establecimiento de un fondo de 25 000 millones de dólares para la construcción de un muro en la frontera con México, el aumento de guardias fronterizos y de jueces de inmigración y las deportaciones expeditas. Asimismo, restringiría la reunificación familiar por medio del patrocinio de familiares cercanos como cónyuges, padres, hijos y hermanos, con lo cual le daría paso a un sistema basado en méritos. El último punto acabaría con los permisos de residencia otorgados a países con bajas tasas de inmigración con el objetivo de limitar la migración en cadena. En las próximas semanas empiezan las negociaciones en torno a la propuesta migratoria planteada por la Casa Blanca. Esto, bajo la presión que ejerce el plazo de protección a la deportación de dreamers, que vence el próximo 5 de marzo.
El contexto actual en el ámbito migratorio estadounidense revela un giro contundente hacia la política unilateral de Bush. Según Lelio Mármora (2010), esta es la forma más tradicional de gobernabilidad migratoria y tiene sus fundamentos en el derecho soberano de cada Estado-nación. Dicho autor define la gobernabilidad migratoria como «el ajuste entre las percepciones y demandas sociales sobre las causas, características y efectos de los movimientos migratorios, y las posibilidades e intenciones de los Estados para dar respuestas a dichas demandas en un marco de legitimidad y eficacia» (pág. 71). Además, establece que actualmente se vive una crisis de gobernabilidad migratoria, entendida como el cumplimiento de las normas de cada país, ya que proliferan nuevos flujos migratorios y se han incrementado los espacios transmigratorios, así como las migraciones forzosas no tradicionales. Esta crisis se expresa en el aumento de migrantes en situación irregular, en el resurgimiento de la discriminación xenófoba y en el llamado negocio migratorio (marcado por el endurecimiento de medidas migratorias restrictivas, el tráfico de migrantes, la trata de personas, la corrupción en las instancias administrativas y los negocios pactados entre empresas multinacionales y Gobiernos).
Por otro lado, prevalece la postura de que la necesidad de tener un control riguroso en la entrada, salida y residencia de las personas se da en función de la seguridad nacional y del equilibrio de los mercados laborales. Desde la perspectiva de Nicholas de Genova (2004), se puede agregar que el verdadero rol social de la mayor parte de la aplicación de la ley en materia migratoria de Estados Unidos (y de la Patrulla Transfronteriza en particular) ha sido históricamente mantener y supervisar el funcionamiento de la frontera como una puerta giratoria que regule el movimiento de personas en situación de irregularidad, según la demanda de mano de obra en los sectores agrícola, de construcción, de servicios y otros. A esto cabe agregar que la teatralidad de Trump exacerba un espectáculo mediático que fetichiza la ilegalidad migrante como una cuestión aparentemente objetiva en sí misma.
Con el advenimiento del Estado antiterrorista, de la política de inmigración y del endurecimiento de los controles fronterizos en los Estados Unidos se ha reconfigurado un notable nacionalismo parroquial en ese país. Después de la elección de Barack Obama como presidente, la ilusión de que los peores excesos de la administración Bush simplemente habían terminado proveyó elementos para una evaluación profunda de la consecuente institucionalización del antiterrorismo como el idioma de una nueva especie de seguridad estatal. Asumir la responsabilidad de la llamada guerra contra el terror lo comprometió con el ethos dominante del antiterrorismo y con un programa multifacético de la securitización a nivel tanto doméstico como internacional. Esto ha permitido (por lo menos a nivel simbólico y discursivo) que Estados Unidos se configure como el poder policial decisivo de un incipiente Estado de seguridad global, encargado de poner en orden las nuevas y salvajes fronteras de un planeta desordenado (De Genova, 2010).
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