Todas eran una extraña mezcla de coraje y miel, vigor y femineidad, de inteligencia con aparente docilidad. Templadas en el trato, llamaban “melosería” a cualquier muestra “excesiva” de afecto. La conciencia de sí mismas las hizo poco tolerantes, vanguardistas e irreverentes. Sus vidas transitaron por caminos escabrosos. El tiempo para sus duelos estuvo restringido y el lema familiar, “ Es mejor inspirar respeto que lástima” me quedó grabado en la memoria antes que la oración al ángel de la guarda.
Mi abuela materna, era descendiente de ingleses, una rubia corpulenta de ojos profundamente azules. Se casó a los 17 años. La depresión económica de los años veinte le sumó penas y faenas. Además de cuidar a sus cinco hijos y a una suegra impertinente, tuvo que coser ropa de soldado durante las madrugadas para pagar el terreno de la improvisada casa donde vivía. Con gran esfuerzo envió a los hijos varones a la escuela. Mi abuelo se negó a pagar los estudios de sus hijas, por lo que las inquietudes intelectuales de mi madre tuvieron que ser contenidas con resignada condescendencia.
Mi abuela paterna, maestra de vocación y madre soltera, recorrió a caballo los municipios más recónditos de Huehuetenango. Las largas y necesarias ausencias le despojaron del título de madre. Papá la llamaba por su nombre y si bien nunca lo dijo, acarreaba consigo la nostalgia y el vacío de la infancia que no pudo compartir con ella.
Así que, además del ímpetu de ese poderoso matriarcado, tuve la inspiración de un padre a quien la idea de que sus tres hijas dependieran de un marido, le atormentaba más que el propio apocalipsis. Sus amigos solían decirle entre burlas, que nos educaba como a los hijos varones que siempre quiso tener. Incluso, en una fiesta de Año Nuevo, una vieja imprudente de la cual no recuerdo el nombre, lo felicitó diciendo que sus hijas eran tan cultas que eran un buen partido para algún político notable o diplomático de carrera.
Hoy mi padre descansa en paz, y su legado fue formar tres hijas libres. Así supe que romper con el machismo no es sólo tarea nuestra. No es sólo a las mujeres a quienes hay que sensibilizar y a quienes hay que concientizar sobre sus derechos, también es necesario trabajar con los hombres, forjarlos íntegros, liberados de las taras culturales que los hacen reproducir las mismas actitudes dominantes de la época de las cavernas, por egoísmo o inseguridad. Muchos de esos machos alfa utilizan su poder y mal entendida masculinidad de forma irresponsable.
Embarazan y abandonan, ahogan sus frustraciones y complejos en adicciones o las descargan furiosamente en sus parejas e hijos. ¿A qué conduce tanta estupidez?
Pues conduce a que hoy de cada 10 personas que padecen hambre en el mundo, 7 sean mujeres; a que sólo 17 de cada 100 niñas terminen la educación primaria en Guatemala; a que únicamente el 27% de los títulos de propiedad sobre la tierra estén en manos de mujeres, siendo que es un requisito indispensable para acceder a un crédito. Conduce a que la mayor parte de fuerza laboral femenina esté en la informalidad o en el sector agrícola, un sector donde muchas no reciben remuneración alguna y, si lo hacen esté muy por debajo del mínimo establecido legalmente y siempre inferior al de los hombres. Conduce también a que tengamos uno de los índices más altos de mortalidad materna, a que seamos el país de la región con el más bajo promedio de edad al momento de contraer matrimonio, y uno de los más altos en muertes violentas de mujeres.
Hoy, ser mujer significa tener más posibilidades de ser pobre, marginado y vulnerable en la violación de los derechos fundamentales. Al abandono de los hombres y las fallas estructurales que alientan la desigualdad, deben sumarse las expectativas de un sistema que demanda a la mujer ser modelo de madre, esposa y ciudadana. Ello sólo se logra con educación y colocando a la mujer como centro de las políticas públicas.
Creo firmemente que buscar y demandar a la mujer perfecta, requiere a la vez, buscar y demandar al hombre perfecto.
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