Ortega hablaba —y todavía habla— a un pueblo que se asume antiimperialista, aunque su gobierno en parte se sostenga de forma indirecta gracias a las remesas que nicaragüenses generan en el corazón de ese imperio tan temido, siempre más seguro y con mejor paga que el cielo por Ortega prometido. Roberto Rivas le construyó una Asamblea Nacional a la medida de sus ambiciones, con una distribución de escaños que reflejaba el pueblo que Ortega querría tener, y no del abstencionismo que lo había repudiado en las elecciones de 2016. Durante 13 años Rosario Murillo ha hablado a un pueblo sandinista que imagina ubérrimo mientras reparte improperios y sobrenombres al pueblo que disolvió y quisiera convertir, con el poder de la palabra, en «minúsculos», «hongos», «bacterias», «puchitos», «pelagatos», «pedazos de odio» y decenas de otros insultos de una retahíla que ha dado la vuelta al mundo como muestra del trato que el pueblo real recibe de su vicepresidenta.
Ortega y Murillo han intentado disolver al pueblo real y crear un pueblo imaginario que los respalda y escucha con arrobo. Este es uno de los rasgos más temibles del totalitarismo: la negación del pueblo de carne y hueso —el «vulgo errante, municipal y espeso», que decía Rubén Darío— para poner en su lugar un pueblo ideal que se ajuste a los sueños de los tiranos; una masa estática, perfumada y gelatinosa. Ahí radica el pánico a las marchas cívicas cuya masividad dio un estruendoso mentís a la propaganda gubernamental del pueblo idealizado.
El gobierno de Ortega y Murillo no ha cesado de impulsar instituciones que cubran de sombras la rebelión y se le sometan. Tras las masacres de abril a octubre de 2018, el Gobierno rechazó el monitoreo del atropello a los derechos humanos de comisiones independientes nacionales e internacionales. Creó su propia comisión de la verdad, llena de personalidades que pusieron al servicio del crimen el poco prestigio que les quedaba.
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La más reciente zancada por ese peligroso sendero de sustituciones de lo real por lo ideal fue la creación de un consejo empresarial ad hoc: debido a que el Cosep real no les conviene, había que disolverlo y elegir otro. Así fue como nació la Aprodesni: Asociación de Promoción al Desarrollo y Sostenibilidad de Nicaragua. Su papel será presentarse como el lomo sumiso del capital rechazando paros generales y escenificando la farsa de un apoyo empresarial al orteguismo.
El orteguismo avanza disolviendo realidades y construyendo sueños. A medida que ensancha la brecha entre el país real y el de sus sueños, la polarización se agiganta y merman sus capacidades de gobernar un país y una diplomacia internacional que decidió ignorar y repudiar. El control al que aspira, con un leve barniz de normalidad, no puede ser consumado porque también para reprimir se precisa un conocimiento detallado a fin de no errar en las proporciones ni en el cuándo, cómo y dónde.
La rebelión de abril, cuya chispa inicial fue el incendio en una remota reserva y luego una reforma cuya impopularidad saltaba a la vista, demostró que el orteguismo no conoce al pueblo. No supo hasta dónde apretar. El respaldo que la Conferencia Episcopal dio a la rebelión —recordemos que monseñor Abelardo Mata inauguró el diálogo diciendo que estábamos ante una «revolución cívica»— sacó a la luz que haber amaestrado al cardenal Obando y Bravo haciéndolo perejil de todos los actos del Gobierno a los que se dejó arrastrar no era más que una lamentable táctica para elegir a un jerarca retirado y desconocer a los obispos inconvenientes e imposibles de disolver.
Esta estrategia de disolver lo real y elegir lo ideal ha ido empujando hacia posiciones más antisandinistas a personajes que hasta hace pocos meses —incluso después de la rebelión de abril— no eran más que opositores tibios e incluso simpatizantes oportunistas. Negando la patria rebelde y soñándola sumisa y doblegada, el FSLN está construyendo castillos en el aire en los que piensa llegar al 2021 para elegir a otro pueblo.
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