No hacía falta preguntar dónde sería el purrún. Bastaba con seguir el desfile de colores chillones (chingalavista, dice mi hija), moñas gigantes en el pelo y trajes de princesa. No podían faltar los flecos parados como las olas en Hawái y las colas de caballo de medio lado (atrás, ni de chiste). Brillos, lentejuelas y escarcha que se eche de ver. Imposible pasar desapercibido.
En el escenario, empotrada como reina, está doña Rosita (supongo que es ella) enfundada en un traje de princesa y con una soberana moña rosada en su cabellera de pelos parados. Frente a ella, en un segundo plano, dos señoras disfrazadas también de princesas empuñan una plancha y repasan camisas sobre el planchador mientras cantan con Mijares: «Bella, transparentemente bella. Mi diamante rubio, bella, sigue siempre así (ni se te ocurra cambiar)». La escena es un cuadro de aquella época (¿?), cuando la mujer era vista como princesa y ama de casa. Bella y feliz cantando y bailando. Transparentemente bella, invisible.
El lugar está a reventar. Unas 2 000 o 3 000 almas calculo yo. Todos metidos en un sótano del centro comercial que se usa para hacer conciertos. Felices en aquel cajón sin ventilación y con una única puerta que sirve de entrada y salida (contraviniendo cualquier sentido mínimo de seguridad). Pero «a quién le importa lo que yo diga, a quién le importa lo que yo haga». Sí, a quién le importa. Si a la empresa privada no se la debe regular, dirán algunos.
Simplemente Rosita es un espectáculo de música ochentera en español. Surgió entre un grupo de señoras cincuentonas, Rosita incluida, que se reunían a escuchar canciones de su época mientras compartían sus aventuras y desventuras. Más tarde se les ocurrió hacer un negocio de entretenimiento con este concepto. Para ir a un evento de Simplemente Rosita hay que ser pilas y comprar la entrada desde temprano. Los tiquetes vuelan como palomas en la Plaza de la Constitución. Es decir, es todo un éxito comercial.
La misma doña Rosita hace de DJ mientras canta y baila. «Fue una noche de copas. Fue una noche loca. Besé otros labios. Olvidé tu boca. Manché tu imagen. Me perdí yo sola. Y esa es la historia», aúllan al unísono Rosita, Conchita Alonso y todo aquel gentío poseído por el espíritu de los 80.
Al llegar la medianoche, todos sudamos a mares en aquel lugar sin ventilación mientras cantamos, más roncas que Alejandra Guzmán: «Hacer el amor con —ocho, grito yo para ponerlo interesante— otro, no, no, noooo, no es la misma cosa». Además, me estoy orinando desde hace como dos horas, pero ni a huevos voy a esas cajas asquerosas que han puesto porque a los dueños de Arkadia no les alcanzó el pisto para poner baños de verdad. «No, no, no, no, no, no, no estoy loca» (la loca es la Trevi).
Decidimos marcharnos. Afuera de Arkadia hay una talega de carros tipo Suburban, con sus respectivos guaruras, esperando por sus jefes. Es absurdo que paguen seguridad, pero en cambio se van a meter a un cajón donde en caso de incendio morirían aplastados antes de poder salir.
Finalmente llego a mi casa. No oigo nada por los altísimos decibeles a los que estuve expuesta. Sentada en el inodoro mientras hago pipí, experimento mi primer orgasmo por la vejiga (ja ja ja) y lloro de placer mientras tarareo: «Todo se derrumbó dentro de mí, dentro de mí».
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