El lector es un ser que parece tener dominio sobre el tiempo. Avanza lento frente a los libros como si cargara el asombro dormido a cuestas, a punto de despertar. Es fácil reconocerlo porque no habla, no requiere que le hablen, busca. Muchas veces no sabe qué busca, pero lo sabrá cuando lo vea. Sabe que la intuición es muda pero certera. Hay lectores, sin embargo, que conocen bien sus necesidades, preguntan por ellas y se convierten en lectores nómadas hasta encontrarlas.
El lector es un acumulador nato. Compra libros cada vez que puede, sin importar qué tan grande sea la hilera de los que no ha leído. Sabe que los libros tienen su momento y que el de cada uno podría llegar cuando menos lo imagine. Quizá, entonces, sería mejor decir que el lector es un previsor: sabe qué libros podría necesitar y por eso, al tratar de que estén cerca, se asegura su salvación y su reincidencia. Siempre volverá al lugar donde alguna vez encontró un buen libro. Sabe, por oficio, que donde hubo un tesoro seguramente encontrará más.
Más allá de lo evidente, los libros son eso: tesoros, salvavidas, salidas de emergencia. Maestros que siempre tendrán algo nuevo que contarnos, algo por confirmar. O simplemente son los espacios donde habitan las palabras precisas que finalmente logran enunciar todo eso que rondaba muy adentro de cada ser humano sin poder ser nombrado. Abrir un libro es entregarse a la posibilidad de encontrar una explicación, una esperanza, una verdad inesperada, una tristeza ajena que sabrá acompañar la propia, un golpe que hará pedazos nuestra visión y abrirá espacio para nuevas posibilidades, un temblor que nos dejará a merced de nosotros mismos, un espejo al que siempre es bueno volver para darnos cuenta de cuánto hemos cambiado. Un libro siempre será una ventana de bolsillo contra el ahogo de cualquier encierro.
De ahí que el verdadero vendedor de libros no sea un vendedor común. No ofrece: muestra. Sabe que lo que empuja a comprar un libro podría ser algo más profundo que la vista o el bolsillo: podría ser, quizá, una necesidad, un temor, una duda, un puñado de preguntas o un grito en busca de un eco. Y sabe que, cuando llegue el momento en que estén frente a frente, el libro indicado y el lector sabrán reconocerse. Por eso el vendedor de libros no habla a menos que le hablen. Sabe respetar el ritual del silencio. Sabe abrir las puertas y propiciar el encuentro.
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Hay mucho de fe en el acto de vender libros, sobre todo en países como Guatemala, donde estos parecieran no ser una necesidad básica aunque lo sean. Porque se trata de otro tipo de hambre: el de la memoria, el del conocimiento, el de las herramientas para comprender a los otros y el espacio que nos rodea, el de la evasión, el hambre de ese espacio inexistente para el ocio que les ha sido negado a las mayorías en nombre de la producción para la subsistencia inmediata. Es fundamental el libro aunque le cueste encontrar espacios vitales donde caber, especialmente en un país como este, con su altísimo índice de analfabetismo, donde invertir en un libro podría ser considerado un lujo. Hay mucho de resistencia en tratar de vender un libro como la hay en publicarlo o en escribirlo, como la hay en tomarse un tiempo para leer.
La feria internacional del libro, que se ha venido llevando a cabo todos los años en Guatemala, es un punto en el que convergen, durante una decena de días, cada uno de estos actores: libros, editores, vendedores, escritores y lectores. Una zona de identificación donde todos se reconocen entre sí como esa secta minoritaria que habita un mismo lugar que no le es propicio. La feria es un espacio para el lector y su diversidad: niños y niñas de la ciudad, de los departamentos, niños y niñas de establecimientos educativos que quizá tengan allí su único contacto con los libros (aunque parezca increíble), pequeños lectores, hijos de padres lectores o de abuelos lectores, lectores primerizos, lectores conocedores, lectores especializados, todos en una búsqueda que quizá termine llenando los espacios vacíos de sus libreras, haciendo torres medianas sobre las mesas de noche y escritorios o acompañando los días en bolsas de mano y mochilas. La feria es un espacio que intenta visualizar el libro como un objeto alrededor del cual también hay movimiento, un objeto que sueña con el día en que su presencia sea considerada cotidiana y no siga siendo esa excepción que aparece como una chispa en un trayecto de bus, en la cola de un banco o en la fila de uno de tantos trámites burocráticos, en una sala de espera o en una sala familiar, un cuarto, una cafetería. La feria es un espacio de resistencia que está creciendo y que genera muchos tipos de expectativa para bien de todos. Porque del contacto con los libros se espera la lectura. Y de la lectura, la posibilidad de la apertura mental, de ver la vida y las sociedades desde otras perspectivas. Porque la lectura es estímulo que exige respuesta, que genera la necesidad de decir, de cuestionar, de seguir necesitando saber. Porque del contacto con los libros surge la certeza de la transformación. Porque quien atraviesa las páginas de uno de ellos no sale siendo el mismo. Y un país como este necesita gente de ese tipo, la que no se queda callada, la de la sensibilidad, la empatía y la conciencia crítica, un contagio que podría propiciar el libro incluso por la simple vía de la curiosidad.
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Este año, la Filgua tiene como invitado de honor a Francia, un país con el que Guatemala ha mantenido, a lo largo de la historia de las letras, una relación especial. Es el lugar que alberga los restos de Enrique Gómez Carrillo, a quien también le dio el título de príncipe de los cronistas. Allá descansa, solitario, Miguel Ángel Asturias, el nobel guatemalteco de literatura que, además, tuvo el encuentro con su propio país y su esencia en las aulas parisinas, donde estudió los textos precolombinos que nutrieron su obra. Fue París el lugar en el que un joven Luis Cardoza y Aragón escribió a los 19 años su primer poemario, Luna Park; el lugar de donde volvió para nunca más salir nuestro eremita César Brañas; la escuela de un joven Carlos Mérida, y el final de un talentoso Carlos Valenti. De allá vino Jaime Sabartés como el cometa que alborotaría el movimiento cultural de la generación de 1910 y fundaría, años después, la Alianza Francesa. En Francia nació y vivió Saint-Exupéry, quien, luego de que su avión se accidentara al tratar de despegar del aeropuerto La Aurora, fue atendido por el padre de Luz Méndez de la Vega y durante su estancia de recuperación visitó la Antigua Guatemala y el lago de Atitlán, espacios que luego, se cree, aparecerían recreados en El principito, su obra universal. Y cómo olvidar que del servicio diplomático francés surgió nuestra más sólida y reciente relación, esa que mantuvo durante años con los artistas guatemaltecos el querido Tasso Hadjidodou.
Así hay, entonces, muchos motivos para celebrar esta nueva edición de la Feria Internacional del Libro en Guatemala. Sigámonos reuniendo para celebrar la fe, la resistencia, la posibilidad del encuentro y del contagio, la posibilidad de seguir creciendo. Nos vemos este julio. Nos vemos entre libros.
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