Las propuestas de regular el secreto bancario y de cambiar el modelo de gobernanza de la SAT, contenidas en la iniciativa de ley que se discute en el Congreso, son causa de debate ideológico. En particular, ha causado revuelo la propuesta de cambiar la composición y las funciones del directorio de esa institución.
En la ley vigente, ese directorio está integrado por el ministro de Finanzas, que lo preside, y por cuatro miembros independientes que no son funcionarios públicos, no tienen responsabilidad y tienen libertad para dedicarse a actividades privadas, incluyendo la asesoría a contribuyentes en contra de la misma SAT. En los escándalos de Abadío, La Línea, Aceros de Guatemala y muchos otros, estos miembros independientes no solo no asumieron responsabilidad alguna y actuaron con conflicto de interés, sino además demostraron una inutilidad proverbial.
Algunos rechazan la iniciativa de ley en discusión porque propone «entregarle la SAT al Ejecutivo», como si esto se tratara de un anatema. Al margen de la libertad para opinar, esta posición demuestra ignorancia de la Constitución y de las leyes: la literal «q» del artículo 183 dice que la administración de la hacienda pública es una función del presidente de la república, es decir, del Organismo Ejecutivo; el artículo 193 dice que el presidente delega esta función en un ministro; y la literal «i» del artículo 35 de la Ley del Organismo Ejecutivo dice que es función del ministro de Finanzas «recaudar, administrar, controlar y fiscalizar los tributos».
Es decir, si la SAT ha de ser una entidad descentralizada con autonomías funcional, económica, financiera, técnica y administrativa, el ministro de Finanzas debe ser o integrar la autoridad superior (en particular debe ser el jefe del superintendente). De otro modo se violarían las normas constitucionales y legales citadas.
Otros mejor informados aceptan que el ministro de Finanzas debe ser la autoridad superior de la SAT, pero proponen cierta independencia al incorporar en el directorio a personas que no sean funcionarios del Ejecutivo. Esta visión quizá no sea inconstitucional, pero para no reproducir las falencias del directorio actual requeriría que los miembros independientes sean funcionarios públicos con altos niveles de responsabilidad y sometidos a controles estrictos de transparencia y probidad. Pero sobre todo requiere cumplir lo que dice el tercer párrafo del artículo 154 constitucional: la función pública no es delegable. Y, como ya se dijo, la Constitución dice que recaudar, administrar, controlar y fiscalizar los tributos, parte de la hacienda pública, es función pública.
La iniciativa de ley plantea que los miembros del directorio deben ser ministros, para quienes la Constitución y las leyes ya dicen quién los nombra, evalúa y remueve y a quienes les imponen un altísimo nivel de responsabilidad y probidad. Si se incorporan funcionarios independientes del Ejecutivo, hay que legislar para crear reglas especiales para nombrarlos (¿comisiones de postulación?), removerlos y establecer su responsabilidad, así como para determinar qué normas de transparencia y probidad se les aplicarían. No es ilegal ni imposible, pero sí complicado y riesgoso.
En el fondo es un debate sobre quién debe ejercer la función pública: ¿el gobierno que elegimos o personas independientes? ¿Quién es independiente? ¿No ser funcionario del Ejecutivo garantiza independencia de otros sectores y grupos de poder (empresarios, financistas electorales, mafias, etcétera)?
El hecho es que los funcionarios del Ejecutivo y de la SAT que se corrompieron están presos y enfrentan proceso judicial. Pero los miembros independientes del directorio de la SAT han evadido toda responsabilidad y andan campantes e incluso vociferantes.
¿Qué es lo que realmente necesita la SAT: independencia o responsabilidad de ser honesta?
Más de este autor