Me contó de Quiché, de los exilios, de sus años como diputado. Desde siempre me ha latido abrir las orejas frente a mayores porque tienen tremendas historias y, además, porque a cierta edad pierden los convencionalismos. La charla, entonces, se torna desabrochada y no hay vergüenzas ni muchas cosas que ocultar.
La vida de los políticos decentes en Guatemala suele ser atribulada. Una seguidilla de amenazas, bombas, ataques, miedos y tenebrosos episodios. La vida de Amílcar y su familia no se ha salvado de esta serie de peripecias. Unas más dolorosas que otras. Siempre hay victorias y esperanzas, pero en la intimidad se guardan eventos que nunca se superan del todo.
Uno de estos fue la muerte de su hijo, Pepe, a quien no conocí sino por boca de su padre y de su hermana. Antes había leído en la prensa la noticia de su asesinato y el posterior juicio. Me pareció que algo cambiaba en la cara de Amílcar mientras relataba aquel episodio, que emanaba una idea imposible que se reducía a la añoranza. La aceptación, en general, es algo complicado. La rabia es incontenible. Quizá solo pueda ser aplacada por el tiempo o por las contadas gotas de justicia que permite este país.
El caso fue complicado. Ahí se conjugaron los males profundos: aduanas, aeronaves, traiciones, poder e impunidad. Pepe fue asesinado el 17 de agosto de 2007 por impedir el aterrizaje de un avión. Él trabajaba en Aeronáutica, no sabía que sus superiores estaban en una jugada turbia y confió, como hacen los jóvenes, en que había que hacer lo correcto. Al igual que a mucha gente, este acto de bien le trajo consecuencias fatales.
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Las agonías de las familias tras este tipo de hechos violentos realmente no se terminan. Se van atenuando como cuando una ola se diluye sobre la arena, pero hay una parte, en lo más oscuro de los mares, que nunca deja de rugir. El dolor siempre queda, y me parece que es mejor decirlo que negarlo. Y el tiempo, como la sal, va cerrando un poco las heridas.
La muerte de Pepe sucedió hace 12 años. Los días pasan velozmente, dice uno, a veces. Otros momentos infernales no se apuran a terminar. La familia lo recuerda con cariño, con tristeza, con orgullo. Este país tan quebrado obliga a que nos acompañen en las sobremesas demasiados mártires.
Saludo hoy a la familia, sobre todo a Amílcar y a Ana María, quienes me parece que son, en este basural espiritual que recubre las calles y los montes, unas luciérnagas que alumbran entre los edificios despintados y las avenidas sucias. Están en las marchas en busca de la justicia en su sentido más amplio. Y en otros lugares, empujando para que algo avance. Veo a Amílcar, con su sombrero, a las afueras de la corte, en el aeropuerto cuando no querían dejar entrar al investigador de la Cicig o frente a su antigua oficina en el Congreso, con la voz serena y firme, que le otorga la privilegiada tranquilidad de haber trabajado allá dentro, haber salido y seguir del lado de la gente.
Como hay euforia y lucha, también están los sufrimientos como parte inseparable de la existencia. En realidad, pensándolo bien, creo que en estos casos uno no puede decir mayor cosa. Solo se puede intentar escuchar y dar un abrazo.
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