Robar es un verbo fuerte, que supone que con violencia se extrae algo. Lo digo esta vez sin queja ni valoraciones morales. Me refiero más a que los meses se están yendo sin contención, como la vida misma. Una época alterada, diría, aunque, si lo pensamos, todos los tiempos son volubles. Hay mesetas tersas y luego volcanes y picos.
En los pasados dos meses mi vida sufrió un salto acelerado hacia la intensidad. Pérdidas, cambios personales, territoriales, adrenalínicos, desde la esfera pública. De alguna forma, se relaciona con el contexto político, pero no solamente. Vivimos una persecución en la cual el crimen se enseñorea en los puestos altos. Notaba hoy una frase de Voltaire sobre utilizar la ley para propósitos perversos y pensé que el mejor ejemplo era Molina Barreto, el presidente de la máxima corte, el representante de la justicia terrenal.
Como el vapor Tramp Steamer del tocayo Mutis, avanzamos entre oleajes imprevistos. El satélite más o menos nos dice cómo estará el clima, pero nunca la certeza es total. La muerte, prueba innegable de la impermanencia, le ganará al final a cualquier vacuna. No hay tal cosa como salvarse de la muerte. En todo caso, rascamos días, le comemos pizcas de terreno. Vamos hacia un enigma, pero también nos aquietamos. A pesar de la turbulencia, sentimos uno y otro ataque sobre la hojalata de la barca, pero resistimos y vemos hacia arriba, a las estrellas, que son la verdadera brújula. No la estrella en sí, sino lo que está detrás y en medio y que difuso se observa como un infinito que abre todas las posibilidades.
En los espacios espinosos, por otro lado, goza uno del apoyo y del compañerismo de quienes nos reciben en sus hogares con cariñosas viandas y explayan el don de la hospitalidad. El café hervido huele al despertar, y uno sabe que, aunque lejos, se encuentra en casa. Y también vemos dentro de uno esa flor de la compasión que permite acercarse al sujeto en llamas. Nos quemamos de cierta forma juntos, y eso apacigua la quemazón del tipo al que el fuego tiene capturado. Uno se interna en ese infierno y se posa un ave de agua que chorrea calma desde adentro. Estas uniones resultan explosivas y chispean cortocircuitos a la estructura que no se espera este tipo de escenas.
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Nos hemos cansado de despertar con las muelas desgastadas como rieles de trenes. Hay ejercicios, hay recetas, hay campos visitables que balancean la adicción a la última noticia. El primero es el respiro. Ese impulso sereno por conectar, por religar, con un formato más allá de la realidad en la que estamos enfrascados. Ese pequeño espectro se termina destruyendo, y la preocupación que nos roba las actuales 24 horas se diluye en una no certeza placentera. No más atracos, no más inconsciencia, por este segundo nada más.
Leía el otro día, en un libro de Jack Kornfield, sobre lo irrepetible de cada momento. Que la cuestión dañina radica en permanentemente comparar lo que está pasando ahora con otro episodio parecido. Por las averías mentales, al equiparar los momentos, valoramos uno mejor que otro y estamos nada más dividendo percepciones que son parte de lo mismo, como diferentes etapas del mismo río. Hacer esto nos está chupando el alma.
Porque, si lo queremos, moramos en este latido que no es de nadie, ni siquiera nuestro, y lo vemos y lo acariciamos y hay un remolino ahí entre las vísceras y la mente que nos conecta con las miserias y las esperanzas y todo lo perdido y todo lo ganado y los de antes y los que vienen. Viven ahí unas pequeñas orugas, feas y por ratos asquerosas, que de repente se desdoblan para crear mariposas que, cuando están listas, vuelan y se van.
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