Una mujer con timbre de voz juvenil pidió mis datos y sentenció que, por residir yo en el distrito I, tendría que esperar porque al día siguiente solo vacunaban en otros distritos. ¿Y cuándo en el distrito I? «No sabemos —me dijo— porque todo está muy organizado». ¿Cuándo lo van a saber? Ella remachó que, como todo era muy ordenado, esa información se la pasaban cada día por la tarde. ¿Y si voy a cualquier hospital? «Usted puede ir, pero yo no le garantizo que lo atenderán», fue su poco alentadora respuesta. ¿Tendré que esperar una o dos semanas? «No lo sé. Tiene que mantenerse llamando diario», recomendó ella e insistió en el orden que todo lo permeaba.
Seguí el consejo de amigos: ir a cualquier hospital y probar suerte. Elegí el hospital Lenin Fonseca. Llegué a la 1 p. m., cuando Managua «parece que está llena de demonios» y el asfalto se derrite. Había numerosos paraguas y vendedores ambulantes. En la fila escuché un rumor: portón cerrado, no más vacunaciones. Fui a inspeccionar el terreno: conté casi 250 personas y 75 paraguas en la fila y confirmé el rumor. Los rumores son lo único firme en Nicaragua, y ese del cierre tenía decenas de variantes, donde el portón con tres candados era el único hecho constatable: cerrado porque se acabaron las vacunas, por agotamiento del personal, porque es hora de almuerzo, porque así son las intermitencias del portón… Y yo esperaba que alguien me susurrara: «Tranquilo, Bobby. Tranquilo».
Paraguas van, rumores vienen. Los rumores seguían llegando, pero nunca hubo un aviso oficial. A pesar de las muchas deserciones que me regalaron un engañoso avance de cincuenta metros, la fila creció exponencialmente. Llegó a la esquina, dobló hacia la izquierda y allí se extendió con diez veces más esperadores que acaso encontraron el contagio donde llegaron en busca de su prevención. Algunos carros suntuosos recalaban junto a la fila y de ellos bajaban choferes que por celular rendían someros reportes a personas que estaban horrorizadas de saber que el Minsa los trataba como lo hará un día la igualadora muerte: «como a los pobres pastores de ganados».
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La deshidratación se chupó todas mis reservas de optimismo. Me rendí después de varias horas de espera, desmoralizado al ver cómo las señoras y los señores de la tercera edad regresaban cabizbajos y temblorosos, convencidos de que ese día no habría vacuna. Solo se quedaron los inasequibles al desaliento. Siguieron allí: unos por estar ya en el lugar, otros porque eligieron el rumor menos ominoso y otros porque estaban a un tiro de piedra del portón. Así se explica que algunos managuas hayan obtenido la vacuna al precio de más de 24 horas de espera.
Existen decenas de formas en que el proceso podría ordenarse, pero ninguna se ensaya porque el Minsa está convencido de que ya hay un exceso de orden. ¿Será? Tengo una explicación alternativa: en Nicaragua el tiempo es arena, piedrín, guate, broza… cualquier cosa menos oro. No es una entidad digna de estima ni ponderación. Todo mediano empresario perderá al menos 100 jornadas laborales de sus obreros, el equivalente de la labor de cuatro trabajadores durante un mes. ¿Y el país?
Al día siguiente me vacuné en otro hospital. El apuntador y la enfermera fueron impecables: diligentes y cordiales (los empleados de ese nivel compensan a ras de suelo la ineptitud de sus jefes). Sus maneras y el profuso decorado con banderas rojinegras en cada árbol eran muestras inequívocas de que la vacunación formaba parte de la campaña electoral del FSLN. Empezó con mal pie: inmensas filas que son ocasiones propicias para el contagio, intentos fallidos que frustran y otros sinsabores que dan un mentís a la propaganda oficial.
El Minsa sigue anunciando que, «antes de finalizar el 2021, un 70 % de la población en Nicaragua habrá sido vacunada contra la covid-19». Apenas lleva 4.3 % de vacunados, según datos de la Universidad de Oxford. La meta seguirá lejana, sin importar lo maratónicas que sean las jornadas en que el personal de salud que sobrevivió a los despidos se juega algo más valioso e irrecuperable que el empleo.
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