Aunque las circunstancias de estos hechos están aún por esclarecerse, todo parece indicar que el matrimonio ideal tenía muchos problemas. Al marido le gustaba vivir por encima de sus posibilidades y la mujer se resignaba a una situación abocada al desastre. ¿Por qué será que la historia de este matrimonio perfecto ha atraído tanto la atención de la gente? Fundamentalmente porque se trata de una realidad que poco más o menos vivimos todos.
Vivimos en el mundo de las apariencias. Unas apariencias causadas principalmente por el miedo a parecer pobres. Lo peor que le puede pasar a alguien en este país es que quede atrapado en el grupo de los que parecen pobres. Así que, como sea, tenemos que hacer que la gente crea que tenemos más de lo que ganamos. Tenemos que comer en restaurantes, manejar carros del año y vestir de diseñador.
No es malo intentar crear un mundo a nuestro alrededor lo más agradable posible, sobre todo dadas las circunstancias en las que vivimos. Pero eso no nos debe hacer creernos nuestras propias mentiras. Vivimos con la deuda del mes pasado, pero estamos pensando en nuestro viaje a fin de año a Cancún. Y todas estas cosas son estupendas en la medida que hacemos que se entere todo el mundo.
Nos tienen que ver, llegando al restaurante con nuestro carro de moda, con la última ropa que compramos en Miami. Y tienen que saberlo. Luego no importa que nuestra cuenta esté en números rojos, que nuestros padres no quieran saber nada de nosotros cansados de prestarnos dinero que nunca devolvemos, que hayamos perdido amigos que nos querían por estafarlos, que nuestra casa esté con la hipoteca sin pagar, tenga todo a medio arreglar y limpiar.
El trabajo nos lo inventamos, porque tenemos poco y mal pagado. Trabajillos de favor que van saliendo al paso o un puesto en el que cumplimos a regañadientes porque no mantiene el sueño de prosperidad que nos hemos creado a base de tantas mentiras. Y como mentimos todos, pareciera que al resto le va de maravilla, no tiene problemas y goza de todos los privilegios.
De repente, un caso como el de los Siekavizza nos saca de la ceguera de la apariencia en la que vivimos. Nos enseña con toda su crudeza el inevitable final de esa caída libre en la que se precipita nuestra sociedad. Me recuerda a la metáfora del que se está cayendo de un rascacielos y dice “aún voy por el piso 110, no hay problema”, “aún voy por el piso 50, no hay problema”, “aún voy por el piso 20, no hay problema…” Nunca terminamos de llegar al fatal desenlace de nuestra locura de pretensiones. Siempre nos logramos salvar en el último momento.
Los desastres de nuestra vida de ilusiones nunca son fatales. Un divorcio, un cambio de trabajo, una discusión con nuestro socio y volvemos a mal que levantarnos. Seguimos caminando engañándonos hasta el final de los días, de que no somos pobres, de que somos felices y vivimos tranquilos. En el engaño, engañamos a nuestros hijos que se creen que la vida no tiene mayores complicaciones y educamos jóvenes que se mienten constantemente y evaden su realidad, creyendo en paraísos mejores lejos de nuestras fronteras.
Nos falta enseñarles que las apariencias en verdad no son importantes. Que hay que ser valientes para reconocer que no podemos tener un carro último modelo, que nuestra ropa es de mega paca y que no podemos pagar una universidad privada. Nos falta ser valientes para comer de lonchera frijoles y pollo a la plancha. Para andar por la calle aunque sea peligroso, porque es nuestra realidad. Nos falta ser valientes para vivir en un segundo nivel rentado o para no salir al puerto el fin de semana.
Reconocer que sin todas esas cosas que nos hacen no sentirnos tan pobres, también podemos vivir. Mal vivir, porque nos tocó esforzarnos mucho, sufrir mucho, luchar mucho para dejar un mundo solo un poquito más decente de lo que encontramos. Eso es ser valiente y no solo aparentarlo.
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