Me he topado con algunas personas que me dicen que son humanistas y que están a favor de la vida, pero solo de la vida de quienes, según ellos, se lo merecen (es decir, la de aquellos que son útiles a la sociedad). La pregunta obligada que hago es quiénes son, según ellos, esos seres humanos útiles y quiénes los inútiles. En todo caso, parece que su planteamiento debe remontarme a la época romana, cuando se otorgaba la dignidad conforme el estatus social obtenido. Ante aquella pregunta, la respuesta viene acompañada de una serie de argumentos viscerales y de planteamientos de necesidad de venganza, los cuales terminan argumentando el derecho de la sociedad a quitarle la vida a quien cometa un delito. Beccaria, en 1764, habría respondido a ello: «No es, pues, la pena de muerte un derecho […] Es una guerra de la nación contra un ciudadano, pues juzga necesaria o útil la destrucción de su ser […] Pero, durante el tranquilo reinado de las leyes, en una forma de gobierno por la que los votos de la nación estén reunidos […] donde las riquezas compren placeres, y no autoridad, no veo yo necesidad alguna de destruir a un ciudadano».
En el contexto social y político guatemalteco (es decir, de un Estado posconflicto, desordenado y con un sector social resistente a los cambios por pérdida de estatus y de beneficios), la política actual se ha vuelto un espectáculo. A ese sector social resistente no le conviene, a la larga, el buen gobierno del derecho. Por ende, con sus medios de comunicación crea una política mediática que, entre otras cosas, promueve más seguridad privada (la contradicción más grave para enfrentar la inseguridad es la seguridad privada), la dotación de más armas en manos de particulares y que quien ostente poder aplique medidas de destrucción de la vida de cualquier persona que cometa un delito. Por supuesto, no se dan cuenta de que pedir eso es otorgarle a un sistema la autoridad para destruir hasta cómo se piensa. El profesor Raúl Zaffaroni los llama los políticos desconcertados, que, presos en su papel de novela, proponen soluciones como la pena de muerte para demostrar que están preocupados por la seguridad.
Expuesto así, que en una encuesta profesional el 65 % de la población esté de acuerdo con que la pena de muerte sea una pena ampliamente aplicada refleja dos cosas: a) que somos una población mediáticamente manejada e influenciada por algunos políticos y comerciantes de seguridad, que nos venden la idea de que la muerte es una política de seguridad, y b) que el conjunto de normas vigentes aún no se ajusta a un Estado que se oriente a un buen gobierno, el de la gestión de derechos fundamentales y de beneficios mínimos para la vida colectiva en paz.
Me falta agregar sal y pimienta. Miembros de Iglesias cristianas (no todos, pero muchos de ellos) promueven que la pena de muerte sea una política estatal. Para ellos, de nuevo Beccaria: «Regla general: las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo. Por tanto, sirven para hacer las revoluciones que de hombres comunes hacen o persas o lacedemonios…».
Estamos ante un reto social. La Corte de Constitucionalidad ha expulsado la pena de muerte de la legislación vigente, y esta no puede volver a surgir por virtud de las leyes. Es decir, la política debe empezar a exigir hombres y mujeres que con pensamientos humanos busquen sanciones desprovistas de cualquier idea de muerte.
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