Salvo por el escaso par de ocasiones en que de niño y adolescente ese amorfo ente llamado familia me pudo sufragar el lujito de darme la “obligada” vuelta por los castillos de la Cenicienta en California y Florida, en realidad no pasamos del eventualísimo viaje fronterizo para arriba, a México, o para abajo, a El Salvador, y de por sí también eso fue muy poco.
Habiendo crecido, además, en los ochenta, con una guerra interna salvaje que poco a poco fue convenciendo al capitalino promedio de que el silencio y la quietud eran su mejor protección, tampoco me instaron mis padres ni a conocer el interior ni a interesarme siquiera por conocerlo, acostumbrándome a historias de peligro y pereza como justificación para quedarse encerrado en casa todos los fines de semana por los siglos de los siglos (amén).
Despertando de algún modo, en los años de Universidad, a una fase preliminar de conciencia de la realidad (preliminar porque todavía sigo en eso), empezó la necesidad literal de viajar, tanto dentro como fuera de Guate. Aunque esta necesidad casi siempre se vio –y se sigue viendo, por lo general– frustrada por esas barreras que en días de autoflagelación me gusta llamar tercermundistas, aunque seguro son pequeñas tragedias globalizadas que afectan a cualquiera en cualquier país y no solo a nosotros los pobres: la falta de pisto y la falta de tiempo, que, por lo general, se aparecen alternadas: cuando hay pisto no hay tiempo y cuando hay tiempo no hay pisto.
A mis casi 35 años, ya oficialmente instalado cómodamente en una clase media un poquito más acomodada que la de mis viejos –y eso solo porque estoy soltero y sin güiros– estoy apenas a punto de conocer Europa, aunque por limitaciones presupuestarias dudo poder hacer el tour completo aquel de la canción de los Fresas, que empezaba en París y Roma, Andalucía y Costa del Sol (mala guasa, ya sé). Y luego, con todo y mis innegables privilegios (malagradecido no soy), probablemente me seguirá faltando plata para poner pie en los demás lugares en los que sueño estar.
Todo esto, claro, no es para sonar al pobre quejumbroso que de por sí ya mucha gente piensa que soy, sino todo lo contrario: para compartir algunas de las distintas formas de viajar sin viajar que he ido descubriendo. Viajar sin viajar es primordial menester cuando uno vive en un país que, más que de primavera, es de eterna tristeza; una tierra [bella] que prefiere darle a su gente canciones e imágenes de esperanzas falseadas en lugar de verdaderas esperanzas. Porque es innegable que muchos guatemaltecos mueren a diario sin haberse podido dar cuenta que hay un mundo entero fuera de su campo de visión. Si literalmente hay millones que nunca irán ni a ver el mar, todavía son más los que nunca se sentirán libres para cuestionar su entorno ni sus posibilidades. Ya solo con no ser de esos, es suficiente viaje, porque con conciencia el encierro es menos encerrado y el miedo se vuelve soportable y hasta a veces se convierte en valor.
Ese viaje comienza, inevitablemente, con la lectura. No podemos liberarnos de las construcciones que este mundo nos impone sin leer y leer de todo: mitos, historia, filosofía y, qué fregados, hasta entretenimiento y autoayuda. Leer un buen libro, es darle la visa al espíritu para que viaje libremente a ese País del Nunca Jamás que se llama SER UNO MISMO.
Cuando, hace mucho, todavía creía que tener pareja era fundamental en mi vida, recuerdo pensar que quizá la mejor receta para encontrar a la persona ideal era la de Teresa en “La insoportable levedad del ser”: salir a la calle a leer un buen libro, esperando que ese buen libro atrajera a alguien que valiera la pena. Hoy soy feliz y pleno estando soltero, pero debo admitir que, en efecto, los libros son y han sido una excelente forma de encontrar almas afines con quienes disfrutar mucho más que solo palabras.
Esta semana, a propósito del DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO que se celebra anualmente los 23 de abril, agradezco sonriendo por llevar dentro tantos pedacitos ajenos, unos de García Márquez, otros de Eco y Galeano, por los de Christopher Hitchens, los de Ana María Rodas y hasta por los de Stephen King. Agradezco sonriendo, siempre, por cada libro leído, por cada cuento narrado por mis papás, por cada página dobladita de la esquina y cada anotación a lápiz; por cada frase subrayada con marcador chinto, cada separador de colores, cada minuto luchando contra el sueño para llegar al próximo capítulo, por cada amigo con quien he podido compartir un libro y, por tanto, compartirme yo. Gracias, libros, por esos viajes.
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