Diría que escribo estas líneas desde la nebulosa esquina de la duda, pero ello no constituiría ninguna novedad, así que les ahorro el preámbulo de justificaciones y paso de lleno al campo minado. Cioran alertó sobre lo peligroso que resultan las personas con certezas, los que están convencidos de una verdad. Alentado por ese espíritu, donde nada está exento de ser revisado, cuestiono verdades del apostolado contemporáneo que se expanden y acomodan hasta erigirse incuestionables, sin mucha resistencia. Algunos de ellos entronizan la figura de la víctima, un estatus (no tengo una mejor palabra) que confiere dignidad a la persona que sufre, que sublima sus desgracias y que quizá, debido a ello, ayude a explicar la actual tendencia al victimismo en nuestros días.
La condición de víctima es indisociable de la condición humana. Sin embargo, el victimismo se caracteriza por ser una condición no tanto objetiva como subjetiva: una postura existencial ante la vida, una manera de ser, que lamentablemente banaliza la condición real de víctima. Así como no todas las violencias son iguales —importa quién la ejerce, contra quién, en qué momento, cómo—, así también existen elementos que diferencian a las víctimas en grados y niveles. Por eso no puedo dejar de mencionar la extrañeza que siento cuando hablo con un trumpista y este me relata su trágica historia, a la cual se le escapan elementos objetivos (¿la realidad, por ejemplo?), aunque, en honor a la verdad, es cierto que han sufrido las consecuencias de una economía globalizada y el desprecio de una élite demócrata, pero sobre todo —y he aquí el meollo— el delirio de su propio héroe. Sin embargo, aun atendiendo las causas, el berrinche bélico producto de una gran mentira jamás será equiparable con el levantamiento en contra del racismo y de la violencia estructural que sufren otros colectivos. Donde todos son víctimas, nadie lo es. Válido también para Guatemala.
Pero regresemos al victimismo. Un punto complejo puede ser que a veces la inocencia de la víctima puede presentarse como algo incuestionable, una vinculación inmediata que transformaría los vejámenes sucesivos en inmerecidos e injustos y engulliría las fallas anteriores hasta purificar a la persona. Si todo aquel que se siente víctima es inocente en términos absolutos, se liberaría del juicio ajeno, de la responsabilidad e —irónicamente— de la capacidad para solventar su situación. Allí podrían estribar el atractivo y el peligro del victimismo, cuya cercanía a la impotencia reforzaría la narrativa de la desgracia, la baja autoestima, el miedo y demás, pero quizá inconscientemente se busque porque confiere un consuelo, una canonización, un reconocimiento y, en los casos más extremos, una superioridad moral incuestionable. Pensemos en alguien con traumas que no quiere tratarlos y que, encima, se excusa con ellos de los problemas que ocasiona.
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Creo que Nietzsche dijo que el primer colaborador del perpetrador es la víctima, pero, aunque ambos son expresiones del sistema, estoy en desacuerdo. Entiendo que proteger a la víctima es necesario, especialmente cuando la desigualdad de poder es notable. Y es la izquierda la que tradicionalmente abandera esta lucha, una contra la desigualdad en cualquiera de sus manifestaciones. Pero esa buena intención no puede obliterar los grises, evitar el diálogo razonado ni excederse en sus formas. Recordemos figuras como Gandhi, cuyas luchas radicales contra la injusticia se hicieron con miras a un futuro mejor para todos. Entronizar a un dios por más débil que se presente conlleva la creación de nuevos demonios. Si no, miren lo que hicieron con Jesucristo pendiendo de la cruz.
Me gustaría mencionar el movimiento #TengoMiedo, cuyas interesantes reflexiones giran en torno al miedo que experimentan las mujeres en Guatemala. Varias mencionaron que es importante poder articularlo, pero que no piensan quedarse paralizadas por ello. Ser víctimas, como lo son las mujeres en este país, no les anula la capacidad de agencia ni las hace impotentes. Y es importante que se sepan así para construir una salida que les otorgue las capacidades y las herramientas para vencer los obstáculos en el camino a un futuro más justo y equitativo. Y durante el proceso no solo es válido pedir ayuda, sino que es imperativo hacerlo. Reconocer la vulnerabilidad es fortaleza, no debilidad. Es el primer paso para agruparse y lograr los cambios estructurales necesarios, que son los importantes. Porque, pensemos, ¿a quién le interesa meter bajo la alfombra el miedo latente? Pues a todos, menos a las valientes víctimas que quieren arreglarlo.
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