Butler propone, más bien, refundar la organización de la vida en común partiendo de nuestra vulnerabilidad compartida, entendida tanto en términos físicos como psicológicos. Para Butler, esto implicaría necesariamente concebir nuestra condición humana como necesariamente necesitada del otro, aceptando de esta forma los lazos comunes y nuestra dependencia mutua como rectores de nuestras vidas. En este tipo de relación, sostiene Butler, reconocer a otro como vulnerable iría necesariamente de la mano de un reconocerse a sí mismo como tal, lo que a su vez implicaría hacernos responsables colectivamente por la vida de todos y cada uno de nosotros.
Implicaría, también y principalmente, el abandono de la concepción narcisista del individuo, el Yo, como sujeto supremo, soberano y autónomo para reconocer que lo que realmente compartimos —desde el nacimiento a la muerte, desde el niño desnutrido en Guatemala hasta el financista más salsita de Wall Street— es el estar siempre expuestos a la posibilidad de ser heridos física, psicológica y mentalmente. Y es que solo mediante la aceptación de nuestra vulnerabilidad compartida podremos expandir y potencializar aquella otra característica que nos hace humanos: el cuidar de otros.
Como señala Adriana Cavarero en Horrorismo, esta doble concepción del ser humano como conjuntamente vulnerable y cuidadoso (de cuidar al otro) implicaría también un cambio en nuestra manera de conceptualizar la política, el sistema económico, la justicia y la violencia misma, pues ya no se trataría principalmente de potencializar el beneficio del Yo Supremo del mercado o de castigar al culpable, sino más bien de remediar cualquier situación de vulnerabilidad desde el punto de vista del vulnerable, para quien es irrelevante si su desnutrición es producto de políticas liberales o socialistas, o si fue violada por un político nacionalista, un familiar comunista o un amigo apolítico.
Pero claro, nada de esto es o será fácil pues tenemos grabados en el cuerpo, en la mente, en nuestra concepción misma de Estado, el ideal del sujeto autónomo y soberano que se piensa a sí mismo como auto-suficiente y completo. Pero esa supuesta entereza, esa supuesta autosuficiencia es solo posible negando y reprimiendo su propia vulnerabilidad, sus ganas de llorar, la necesidad de extender la mano para pedir ayuda; si niega, en suma, que para vivir, comer, trabajar, ganar dinero, heredar, cagar y tener sexo depende siempre, directa o indirectamente, de otros.
No es coincidencia que, comúnmente, las víctimas del libertarianismo y/o del objetivismo randiano sean precisamente jóvenes saliendo de la adolescencia ansiosos de encontrar algo o alguien que —después del trauma de la adolescencia, de la fragmentación del sujeto, del desmoronamiento psicológico de la personalidad, de la duda existencial asociada a ella— les reconstruya el YO. Lo sé porque pasé por ello. Por un breve período de tiempo, un poco más de un año quizás, yo fui un converso (y si suena a confesión de alcohólicos anónimos probablemente no sea por casualidad). Leí a Rand como si hubiera encontrado en ella el antídoto a todas mis inseguridades adolescentes, a todas mis dudas existenciales. Me leí incluso todos esos mamarrachos insufribles y mal escritos como La rebelión de Atlas o El manantial llenos de personajes estereotípicos que se vanaglorian de su propio Yo y su supuesta invulnerabilidad.
Pero los años (si uno supera la adolescencia, quiero decir) le enseñan a uno que esa imagen de autosuficiencia, de individualismo duro, puro y caprichoso, no solo es falsa sino dañina: para uno mismo, para los demás, para la sociedad en su conjunto. Y que adoptarla como sistema político-económico-moral es esencialmente un suicidio colectivo de larga duración, que es básicamente lo que hemos hecho desde que Hobbes, uno de los padres del individualismo, conceptualizó a los hombres como sujetos autosuficientes y soberanos, preocupados exclusivamente en sobrevivir a expensas del otro, y unidos exclusivamente por el miedo a la muerte en manos de ese otro: el hombre como el lobo del hombre, etcétera.
Claro, Hobbes no era ningún estúpido. El miedo hacia el otro es primigenio: ha estado, está y estará siempre ahí, caminando al lado de cada uno de nosotros. Pero Hobbes olvida que así como el miedo es parte de nosotros, la necesidad de ser cuidados y de cuidar al otro también lo es. Desde el nacimiento (cuando nuestra vulnerabilidad es máxima y obvia) y pasando por las diversas etapas de nuestra vida —desde la sopita de pollo con la que nuestra mamá nos confortaba cuando estábamos enfermitos hasta la misma sopa de pollo que le hacemos a nuestros hijos para ahora confortarlos a ellos; desde las lágrimas que derramamos con un amigo por un amor no correspondido hasta el impulso inexplicable de meterse a un edificio en ruinas después de un terremoto para buscar sobrevivientes— la necesidad de cuidar y ser cuidados, de extender el brazo y saber que hay un brazo extendido que recibirá el nuestro es no solo fundamental y necesaria para la vida, sino parte intrínseca de lo que somos como especie. Quizá sea por ello que conforme va uno creciendo, si uno realmente crece y va dejando atrás la egolatría adolescente, se va dando cuenta que, como señala Siri Hustvedt en What I Loved, cuando uno dice YO en realidad está diciendo NOSOTROS.
Si partimos de una conceptualización de sujetos soberanos, autosuficientes y completos en sí y de por sí, la relación con el otro, con cualquier otro, será necesariamente una competencia por afirmar e incluso imponer nuestra propia individualidad y por mostrarle al otro que no dependemos de nada y nadie (que es, como sabemos, lo que básicamente hacen los adolescentes). Y la consecuencia natural es una sociedad basada en relaciones de poder y la fuerza (implícita o explícita), misma que es parte esencial de la sociedad patriarcal y machista en que vivimos. No es casualidad, tampoco, que el ideal del ser individualista, autosuficiente y soberano sea un hombre y la mujer el ser vulnerable por antonomasia. (Y es en parte por ello que no me cuadra eso de una mujer libertaria-randiana, si en los mamarrachos de Rand las mujeres están siempre al servicio del hombre-dios).
No tengo datos al respecto ni forma de probarlo científicamente, pero sospecho que la igualdad de género e incluso el nivel de vida en una sociedad puede ser medida por la cantidad y frecuencia de lágrimas que derraman los hombres. En sociedades donde el hombre puede llorar públicamente, donde no es de “huecos” llorar, las cosas tienden a estar mejor. Sospecho que es precisamente por haber aceptado, en mayor o menor medida, nuestra vulnerabilidad individual y compartida. Por ello, ser un hombre feminista no se trata de decidir o denunciar desde una posición de poder qué políticas o iniciativas son buenas o malas para las mujeres, y tampoco de denunciar qué aplicaciones las perjudican. Para ser un hombre feminista, y también una mujer feminista, es necesario aceptar abierta e internamente nuestra propia vulnerabilidad y necesidad de cuidar y ser cuidados.
El futuro, si aún existe, depende de ello; depende de abandonar esa necesidad enfermiza de sentirse completos y autosuficientes y soberanos, y de aceptar nuestra vulnerabilidad compartida, nuestra incapacidad de vivir sin el otro, sin el cuidado del otro. Se trata, en última instancia, de basar la vida en común en lo efímero de la vida y la certidumbre de la muerte, esa poetiza maldita. Juan Carlos Llorca nos hablaba de esto en su columna de ayer, pero lo nombró sin querer queriendo cuando escribe que "al final de cuentas morimos todos los días y lo único que nos queda para recordarnos de nosotros como éramos es alguna raya sobre la piel, alguna mella en la mente, una impronta en el alma”. Es decir, las marcas de nuestra propia vulneranilidad y del cuidado que recibimos, pero también las marcas y el recuerdo de haber cuidado de otros.
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