Daniel es un hombre de 59 años que ha trabajado toda su vida como carpintero en Newcastle, Inglaterra. Luego de un ataque al corazón cae en desempleo y necesita la asistencia del Estado por primera vez en su vida. Se encuentra con Katie, madre soltera de dos niños (Daisy y Dylan), quien para escapar de un alojamiento precario para personas de la calle se ve obligada a aceptar un pequeño departamento en una ciudad distinta y alejada de Londres, donde vivía hasta ese momento. Así es como comienza a tejerse una historia muy poderosa entre estos dos ciudadanos, a quienes por razones distintas les toca acudir a los sistemas de protección social ingleses para intentar capear un momento difícil en sus vidas.
La película es por ratos fuerte y por muchos ratos ajena. Ajena a nosotros, guatemaltecos, que venimos de un país que vive su propio largometraje en condiciones muy diferentes, ciertamente más dramáticas, que lo que pueden padecer Daniel y Katie.
Allá, cuando menos la pobreza tiene un referente institucional. Hay adónde acudir. Aquí es algo que se enfrenta principalmente con redes de familiares y amigos que intentarán dar una mano en la medida de sus posibilidades. Institucionalmente, nuestra red de protección social es paupérrima para muchos y totalmente inexistente para la gran mayoría. Algo de lo que deberíamos avergonzarnos, pues el sistema de protección social de un país no es más que un espejo. Sí, un espejo que refleja la forma como hemos sido capaces de construir un Estado preparado para auxiliar a todo aquel que atraviese por una crisis y no tenga los medios para enfrentarla.
El film es un enorme llamado de atención. Tiene un argumento universal, que apela a la necesidad de que exista en toda sociedad una red mínima de protección con cobertura universal, pero que también apela a la importancia de que los ciudadanos exijamos calidad en los servicios públicos y un contrato social que garantice un mínimo de condiciones de vida para todos. Es lo menos a lo que podemos aspirar en pleno siglo XXI.
Porque el drama de la pobreza va mucho más allá de un ingreso que no alcanza para cubrir lo básico y llegar a fin de mes. Es una condición humana que cuestiona la esencia de nuestra vida en comunidad: ser capaces de sobrevivir como individuos, pero también de coexistir y organizarnos para asegurar que a todos les toque lo mínimo sin necesidad de tener que humillarse ante nadie y mendigar.
Hay, además, otro mensaje en la película, relevante para cualquier contexto, de país rico o de país pobre. Y es que, aun cuando se tiene una red de protección social, la posibilidad de equivocarse en el diseño y en la implementación de sus programas está siempre presente. Y esas equivocaciones pueden ser muy costosas. Enormes y fatales en algunos casos. Pero en el caso de la política social se exacerban porque generalmente las víctimas son poblaciones vulnerables (tercera edad, niños, minusválidos, minorías).
La política pública aplicada en frío y al pie de la letra puede ser muy ciega y hasta injusta. De ahí el valor de fomentar una ciudadanía que vigile su justa aplicación, que retroalimente y proponga mejoras, que denuncie excesos. Porque al final todos nosotros somos, al igual que Daniel Blake, ciudadanos. Nada más, pero tampoco nada menos.
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