Pero, esto no es una reseña de La campana de cristal, sino una confesión: no planeo cancelar a Sylvia Plath. Ni a ella ni a ningún artista que, en su momento, no alcanzó la vara moral de 2025. Su novela se publicó en los sesenta, con toda la ideología de esa época incluida. Es incoherente exigirle a alguien que vivió hace más de medio siglo tener las mismas sensibilidades sociales que alguien de hoy.
En mi mente, consumir a un artista problemático no te convierte automáticamente en una mala persona. Tus actos y tus palabras dicen más que tus referencias culturales. Pues, si midiéramos el arte por pureza moral, habría hogueras para medio canon occidental.
Los humanos somos una mezcla de contradicciones. La misma especie capaz de pintar la Capilla Sixtina inventó la bomba atómica. Así que no sorprende que la persona más insoportable del planeta haya creado la obra más hermosa de la historia moderna.
Pablo Picasso, por ejemplo, revolucionó el arte y fundó el cubismo. Pero también era un misógino furioso. En una recopilación de Alex Needham para The Guardian, varios críticos de arte recordaron que fue física y emocionalmente abusivo con las mujeres, a quienes llamaba «máquinas de sufrir».
Y no hay que ir muy lejos. Pablo Neruda, el poeta que enamoró a media Latinoamérica, abandonó a su hija Malva Marina, quien nació con hidrocefalia. Además, en sus memorias publicadas en 1974, confesó haber violado a una mujer en Sri Lanka. Como reportó John Otis para NPR, las organizaciones feministas chilenas llevan años denunciando esas violencias.
Aunque suene contradictorio, no creo que se deban borrar sus obras. No creo en la censura, sino en el contexto. En leer y mirar las piezas sabiendo de dónde vienen. Porque esconder lo que incomoda solo nos deja más ignorantes.
Leer hoy La campana de cristal sirve, entre muchas cosas, para entender cómo el racismo y la xenofobia estaban incrustados en la vida cotidiana. Cancelar esa historia no borra el racismo: solo nos impide comprenderlo en su contexto histórico.
[frasepzp1]
Esto no significa que no debamos responsabilizar a estas personas por sus acciones. Sin embargo, la solución para prevenir conductas violentas no es condenar a quien consume ciertas obras, sino analizar los actos y palabras reales. Polarizar el discurso y lanzar juicios morales desde el sofá no nos hace más críticos. Esa obsesión por dividir y «cancelar» nos hace olvidar que hay matices. El arte no siempre habla bien de su creador, pero sí del tiempo en que fue hecho. Y aquí entra el eterno debate: ¿podemos separar la artista de su obra?
Roland Barthes, en su texto de 1967 La muerte del autor, argumentó que una vez que una obra se publica deja de pertenecer al creador y pasa al consumidor. En el caso de la literatura, el autor no crea el texto. Es el lector quien lo construye al leerlo. En otras palabras, el significado no reside en quién lo escribió, sino en quién lo interpreta.
Arthur Schopenhauer, en cambio, sostenía que el arte es una manifestación directa de la personalidad del artista, imposible de separar. Declaró que una obra de arte es el reflejo más honesto del alma de su creador.
Tal vez ambos tengan razón. Prefiero quedarme con esa contradicción.
No podemos separar al artista de su obra, sus demonios viven en ella. No obstante, tampoco necesitamos boicotear discos y quemar libros. La clave está en no endiosar a nadie.
Porque sí, puedes escuchar a Kanye West sin ser antisemita. O leer a Sylvia Plath sin ser racista. El problema no es disfrutar el arte, sino hacerlo sin espíritu crítico.
Tal vez no se trata de separar al artista del arte, sino de aceptar que el arte nace de seres humanos, no de santos. Que un cretino puede escribir un poema perfecto, y que nosotros, los imperfectos que lo leemos, podemos disfrutarlo sin culpa. Siempre que lo hagamos con los ojos abiertos.
Más de este autor