El 1 de mayo de 2023 aquella zona acaparó titulares noticiosos debido al desplome selvático de una avioneta con siete personas a bordo: el piloto, un líder comunitario indígena y una madre indígena con sus cuatro hijos (una niña de trece años, dos niños de nueve y cinco y una bebé de once meses).
Desde la desaparición de la avioneta hasta su localización, transcurrieron quince días. Las probabilidades de encontrar sobrevivientes eran mínimas debido a las extremas condiciones climáticas (diluvia dieciséis horas diarias, alta humedad ambiental y temperaturas muy variables), a la presencia de grandes depredadores (jaguares, tigrillos) y de animales mortíferos (serpientes, alacranes, ranas venenosas…) y otros grandes peligros.
El 15 de mayo las fuerzas especiales del ejército encontraron la destruida avioneta, con los cadáveres de los tres adultos. No había rastro de los niños, pero sí evidencias de que habían sobrevivido. Estuvieron junto al avión, pero más o menos el día 13 abandonaron el área. Para preocupación de todo el país, que para ese momento ya seguía afanosamente las noticias, los niños estaban descalzos, semidesnudos y habían consumido los pocos alimentos que llevaban para el viaje.
La historia es larga y ha sido recogida en el reciente libro Operación esperanza.
Participaron cerca de 150 efectivos militares, todos especialistas. Iban con amplios insumos y modernos aparatos para asegurar su propia sobrevivencia. Los acompañaban diez perros rescatistas. Wilson fue uno de ellos.
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Las relaciones de la población nativa y del ejército no son muy buenas, priva la desconfianza mutua, pero el objetivo común de rescatar vivos a los niños los obligó a confiar mutuamente. Los cerca de noventa exploradores y chamanes indígenas (pertenecientes a las naciones nasa, coreguaje, siona y murui) dependían de los recursos del ejército, y este dependía de la sabiduría y experiencia selvática de los aborígenes amazónicos.
Finalmente, luego de 39 días en los que varias veces se pensó que los niños estaban muertos, se produjo el milagroso hallazgo. Estaban relativamente bien, aunque desnutridos, deshidratados y débiles. Estaban al límite de la sobrevivencia. Wilson los había acompañado por unos días antes de desaparecer en la selva, quizá en búsqueda de los soldados para guiarlos.
Recordé esta historia por la excepcional colaboración entre ejército y población local y por la solidaridad social con quienes arriesgaron sus vidas por una esperanza con escasas probabilidades de alcanzarse.
Y eso mismo, o algo parecido, me dice la resistencia civil de los pueblos ancestrales guatemaltecos en defensa de una democracia que les ha sido más hostil que benéfica. Es decir, entraron en defensa de una democracia que de alguna forma no es de ellos, pero tienen la esperanza de que comience a serlo y les ofrezca algunas reivindicaciones.
A su decidida acción se sumó la simpatía y el apoyo moral, político y material del pueblo guatemalteco en general, que dio por buenas sus costosas pérdidas económicas si con eso se alcanzaba el objetivo. También reconozcamos la resistencia para reprimir de la Policía y del Ejército. Todavía no conseguimos reconocer el alcance y el potencial sociológico de lo acontecido recientemente, aunque hay algunos grupos atacados por el miedo a este hermanamiento o cooperación espontánea.
Por ese temor es que, cual palomas mensajeras, se lanzan a volar todo tipo de interpretaciones maliciosas y distractoras sobre la resistencia nacional. Aunque variadas, todas llevan un propósito común: deslegitimar, desprestigiar y negar cualquier mérito a la alianza popular en defensa de la democracia, aunque mal pague.
Los líderes y los formadores de opinión debemos, incansablemente, pregonar la necesidad de dar descanso a las desconfianzas y a los prejuicios. Que los jóvenes estén orgullosos de lo que consiguieron cuando salieron a votar y a defender su voto.
¿Y qué si se equivocaron? Más hemos gafado quienes llevamos muchas elecciones hipotecando irresponsablemente a las nuevas generaciones.
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