Este 10 de mayo, Día de la Madre en Guatemala, volveremos a ver lugares abarrotados, mensajes amorosos, competencias absurdas «por la mejor madre del mundo», pero poco se hablará de las maternidades forzadas, de las niñas que no eligieron serlo y de los agresores sexuales que siguen por ahí, impunes. ¿Les dará la cara para decirles a ellas «feliz día» en lugar de estar denunciando a los agresores, exigiéndole al sistema de justicia que actúe de forma pronta y les garantice una reparación transformadora?
Hace unos años escribí al respecto y sostengo lo escrito porque sigue absolutamente vigente. Así que, para no cansarles, hoy quiero hablar de las «malas madres» como yo.
Tuve el privilegio de elegir mis dos maternazgos. Digo privilegio, porque en Guatemala la mayoría de las mujeres no elige ser madre, les toca. Y aunque elegí cuidar y acompañar nunca quise —ni supe— cumplir muy bien «mi rol», al menos no desde esa lógica que tanto le gusta al sistema patriarcal, esa que exige entrega absoluta y abnegación como prueba de amor.
No quise tener que elegir entre maternar o realizar mis proyectos. Claro que asumí dobles y triples jornadas, y probablemente le resté horas a mi descanso, pero no renuncié ni al placer de acompañar a mis hijas ni a mis deseos de estudiar y entregarme con pasión a mi trabajo.
Y eso tuvo altos costos. Porque a las que decidimos por nosotras mismas, a las que no nos gusta que nos digan cómo ser madres «correctamente» —cómo si existiera una sola forma—, a las que vamos y venimos sin pedir permiso, a las que tenemos hijas o hijos cuando y con quien queremos, a las que decidimos cuántos podemos criar o a las que criamos sin un padre al lado, a nosotras nos señalan como las «malas madres».
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Enfatizo: a las que decidimos criar sin convivir con el padre. Porque una cosa es decidir y otra muy distinta es cuando las circunstancias sociales te han obligado a hacerlo. A las madres que por diferentes avatares de la vida crían «solas», el sistema las ensalza. Hay una fascinación por la victimización. Las retratan como heroínas del sacrificio, y hacia ellas se dirigen los mensajes complacientes que pululan por estos días en los medios de comunicación.
Esa parafernalia que edulcora la victimización me resulta ofensiva, complaciente, patética. Las mujeres que crían «solas» no necesitan elogios vacíos: necesitan una red colectiva de crianza y cuidados, salarios dignos, educación pública de buena calidad para sus hijos e hijas y un sistema de salud público que no las mate. Necesitan menos romantización del esfuerzo individual y más responsabilidad compartida.
Yo he sido una «mala madre» porque no me adhiero a la vieja premisa de la maternidad irrenunciable ni a la lógica opresiva de la sexualidad femenina. Poner en cuestión la maternidad hegemónica es poner en cuestión un sistema injusto, castrante y violento. Es repensar las relaciones que nos empujan a ser «buenas madres» como único destino. Y a quienes no encajamos lo único que se nos ofrece es el lugar de la antípoda: la «mala», sobre quien se depositan todas las culpas, del desmoronamiento familiar, de los «hijos descarriados», de la pérdida de valores, entre otras tantas cosas.
Necesitamos replantear este modelo que hace que la crianza siga estando asimétricamente orientada hacia las mujeres, y posicionarnos en una trinchera desde donde podamos ejercer la maternidad —o el maternazgo— de formas diversas, más libres, más amorosas, menos jodidas.
Así que sí: elegí ser «mala madre». Elegí no reproducir un modelo vetusto y vivir mi maternazgo desde el goce y no desde el sacrificio.
Cuando nació mi primera hija, conocía poco de las propuestas feministas. Fue un camino de ensayo y error, traté de estar atenta a los mandatos, de identificar lo que me olía a imposición. Por eso, no bauticé, no puse aritos, no compré ropita rosada. Para cuando nació la segunda tenía no solo la experiencia, sino muchas propuestas feministas en las cuales buscar cobijo y una red de amigas que me acompañaron en esta forma de criar.
En definitiva, aposté a una práctica colectiva de cuidado y acompañamiento que desafiara los mandatos patriarcales y me permitiera vivir la maternidad como una experiencia autonómica y de construcción conjunta.
Con contradicciones, no lo niego, pero con mucho aprendizaje y goce.
Así que, en este Día de las Madres celebraré no haber sido una «buena madre», sino una que se atrevió a regalarles algo mucho más poderoso: haber sembrado en mis hijas la autonomía como brújula, la libertad como herencia, y el cuidado como forma de resistencia.
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