Si las penas son «justas» o no, eso es competencia de las sobrevivientes, de sus familiares y de quienes las han acompañado en estos años. En todo caso, si usted es de quienes sintió frustración al escuchar el fallo, le confieso que, en primera instancia, yo también sentí lo mismo. Y rabia, mucha rabia. Sin embargo, me persuadió Carolina Escobar Sarti quien explicó que, si bien quizás no fue la sentencia esperada, fue «la sentencia y la justicia posibles», en un país tan atravesado por la impunidad…y por un sistema de justicia cooptado.
Podemos quedarnos en el análisis de quienes, por acción u omisión, son responsables; en los delitos y en el expresidente a quien, la jueza del caso, Ingrid Cifuentes, ordenó investigar para determinar su responsabilidad en lo sucedido. Si ampliamos la mirada y nos concentramos en las sobrevivientes y sus familiares, veremos que la situación se torna más esperanzadora.
En primer lugar, porque hubo un reconocimiento judicial de la responsabilidad estatal. Aquella frase que tantas veces escribimos, repetimos y gritamos —#FueElEstado— se confirmó. Ahora en Guatemala existe un precedente para toda la niñez y adolescencia que está bajo protección estatal, para que hechos aberrantes como los que las #56 vivieron, no vuelvan a ocurrir. La sentencia no solo alude a las formas de violencia explícitas (encierro, comida en mal estado, castigos físicos), sino también a la estructural, la que sume a la infancia y adolescencia en el abandono, sin oportunidades, sin garantías.
En segundo lugar, porque se dignificó el nombre de las víctimas y sobrevivientes. Luego de años de narrativas criminalizadas por ser pobres, por no aceptar las violencias, por ser «bochincheras», hoy existe una sentencia que establece claramente que ellas no eran «culpables» de delitos, sino resultado de sistemas de opresión que las pusieron en ese sitio.
«No eran calladitas, / eso no les gustó / defendieron sus derechos / y el Estado las quemó».
En tercer lugar, porque en el camino de construir memorias que sigan dignificándolas, en la audiencia de reparación la jueza ordenó al Estado de Guatemala que ofrezca disculpas por los crímenes cometidos contra las niñas y adolescentes, colocar una pieza arquitectónica que las recuerde y que se construya un hospital especializado para atender a las infancias y adolescencias con quemaduras. Estas garantías de no repetición son elementales para romper la cadena de revictimización, así como también, para asegurar medidas de restitución de derechos, rehabilitación y continuidad de sus proyectos de vida. En definitiva, se trata de pasar de una justicia que solo castiga a una que se concentra en la reparación del daño.
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Esto no termina aquí. Esta sentencia no es un punto final: es un impulso para seguir luchando por el acceso a la justicia. En las audiencias hubo testimonios que dan pie a nuevas hipótesis. La presencia de fármacos y drogas en los cuerpos de las víctimas como mecanismo de control institucional, las alusiones a violencia sexual, torturas, trata y comercio sexual; lo cual, la socióloga Lily Muñoz, una de las peritas del caso, ha conceptualizado como violencia femicida institucional.
Las niñas y adolescentes lo habían denunciado, cada poco tiempo hacían «bochinches» para gritar el horror que vivían dentro del hogar. Sin embargo, sus gritos no se quisieron escuchar, como tampoco se quisieron escuchar el día que murieron asfixiadas y calcinadas. Ahora no solo deberán ser escuchadas, también deben ser protegidas. Depende, en parte, de la auditoría social que estas medidas no sean letra muerta.
Fueron asesinadas 41 niñas y adolescentes. Murieron calcinadas. Pidieron auxilio. Otras 15 sobrevivieron con secuelas que perdurarán para toda la vida. Deténgase a sentir por un minuto. Solo un minuto. Permita que la imagen le perfore la piel. Y haga un compromiso personal de auditar a las autoridades para que la reparación sea efectiva
Faltó y falta mucho aún, claro que sí. Hubo ausencia de perspectiva de género en el análisis de los delitos, fue un juicio cargado de ginopia (ceguera frente a las mujeres), de ausencia de mirada específica a la afectación a las niñas y adolescentes, y de escaso reconocimiento de los patrones misóginos y de disciplinamiento de sus cuerpos. Tampoco se hizo un análisis profundo de la intersección de factores como identidad étnica y clase para explicar por qué se las calificó, satanizó, encerró, castigó y toleró la tortura.
Falta mucho, sí. Pero esta es la justicia que tenemos, una que, a pesar de sesgos misóginos, presiones de pactos criminales y años de impunidad se animó a decir que las niñas y adolescentes «no se tocan, no se queman, no se matan, no se violan».
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