Se llama acoso sexual y sucede en las calles, aulas, buses, lugares de trabajo y en la mayoría de los espacios donde las mujeres vivimos, trabajamos y estudiamos. Es una grieta/herida y a la vez un mensaje contundente de esa certeza manifiesta que tienen los hombres sobre la propiedad de nuestros cuerpos. Porque cada vez que uno acosa a una mujer, niña, adolescente dicta una lección no solicitada con un mensaje muy claro: «ese cuerpo me pertenece». Ese mensaje es aterrador para nosotras porque no solo nos instala el miedo, también aplica una pedagogía invertida, pretende enseñarnos que no tenemos derechos, que no somos dueñas de nuestro propio cuerpo, que ese primer territorio que habitamos se nos expropia desde niñas.
El impacto es acumulativo y deja marcas a corto, mediano y largo plazo. Genera asco, incomodidad, miedo, enojo, ira, vergüenza e inseguridad, tristeza profunda, pérdida de ganas de salir, baja autoestima, insomnio e incluso abandono de actividades escolares o laborales, entre otras.
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Un estudio reciente del Observatorio Contra el Acoso Callejero (OCACGT) que se concentró en los efectos psicoemocionales del acoso sexual y callejero en la vida de mujeres estudiantes universitarias revela un dato escalofriante: 89 % de las estudiantes universitarias ha experimentado acoso sexual. Dicho de otro modo, de cada diez mujeres que conoces –tu hija, sobrina, nieta, esposa, amiga, ahijada– nueve han vivido algo así en ese espacio de aprendizaje.
Ocurre en las aulas cuando un docente invade el espacio personal «para revisar su trabajo», en «tutorías» fuera del horario de clase, en el susurro no académico, en el supuesto «elogio» amenazante, en el brazo pasado por el hombro sin consentimiento. La consecuencia inmediata es que se pierde la sensación de seguridad y se va a estudiar con miedo.
Miedo a permanecer en el aula, que se normaliza, que paraliza, que congela, que inhibe, que genera culpas, que invade la vida, que se repite, que aísla, que genera pesadillas, que se revive, que permanece en el cuerpo, que enferma, que se transmite, que hace que algunas prefieran perder cursos o dejar la universidad. Aprender a callar para sobrevivir porque alzar la voz les puede costar el semestre, o la carrera.
A ese miedo se suman los silencios institucionales que se refuerzan porque no hay políticas o protocolos. Donde los hay, no se aplican a cabalidad y la revictimiza se transforma en norma, porque hay complicidad patriarcal para no ver lo que es evidente, para hacer como que no pasa nada. Pero sí pasa.
El informe evidencia que la mayoría de estudiantes que se han atrevido a denunciar no han recibido apoyo institucional, se han minimizado los hechos, se les piden «pruebas» cuando se sabe que los agresores se cuidan de dejar evidencias explícitas, se les dice que «tengan paciencia», «que sean fuertes» o «resilientes». «La presión social para “aguantar” y continuar refuerza la invisibilización de los efectos, culpabiliza a las mujeres y responsabiliza a las estudiantes de adaptarse a entornos violentos», explican. Por eso muchas prefieren no denunciar, organizarse entre sus amistades, protegerse colectivamente y buscar apoyo psicosocial pagado con sus propios fondos.
Con estos datos, ¿usted no esperaría que las instituciones académicas estuvieran en estado de alerta ética y de cuidado? Pero no, no pasa. ¿Qué pasaría si las universidades comenzaran a abordar el acoso como lo que es: una violencia estructural que obstaculiza y obtura el derecho a la educación de las estudiantes?
Y mientras los agresores siguen dictando lecciones de violencia que ninguna de nosotras pidió, mientras las instituciones las avalan por omisión, las mujeres aplicamos otra pedagogía: la de la resistencia. Las redes de amigas, los grupos de apoyo, las conversaciones, los abrazos. Allí ocurre la parte más luminosa del estudio del OCACGT: las estudiantes acuden unas a otras para sostenerse, para validar lo vivido, para encontrar palabras donde antes había solo bloqueo. Es en ese gesto, una amiga que escucha, una que acompaña hasta el parqueo, otra que se queda después de clase, donde emerge la posibilidad de sanar colectivamente.
Si, porque el miedo se hereda, pero la valentía y la audacia para enfrentar las injusticias, también. Y esas son las que seguimos cultivando entre nosotras y son las que escriben las lecciones que realmente importan.
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