Tenía trece años cuando el director de la guardería pública gestionada por la Secretaría de Bienestar Social de Huehuetenango, Eduardo Roberto Santiago López, quien debía ocuparse de su resguardo y cuidado, la violó. Lo hizo en reiteradas oportunidades y fruto de esa violencia sexual Fátima quedó embarazada y fue obligada a llevar a término su embarazo, a parir y amamantar a su hijo. Catorce años tenía ella cuando nació su hijo, catorce tiene él hoy.
La misma cantidad de años que ha tenido que esperar para encontrar justicia en un sistema de silencio y omisiones.
Cuando todo eso sucedió, su proyecto de vida se truncó, su estabilidad emocional se rompió y perdió las ganas de vivir. Su agresor, quien utilizaba su cargo para violar a las niñas, y quien diez años atrás había violado también a la hermana de Fátima, sigue impune. No ha sido capturado, aunque sí hay información disponible para investigar su paradero y hacerlo.
Todo falló. Cada eslabón del abandono institucional quedó al descubierto.
Fue violada por un funcionario público, revictimizada por un médico —al que fue referida por una funcionaria pública— quien le hizo comentarios denigrantes sobre su cuerpo, profundizando su dolor y vulnerabilidad. El sistema educativo le cerró las puertas, le negó portar la bandera aun cuando ella era la de mejores notas, la abandonó y estigmatizó, acusándola de ser «una niña que comenzó la actividad sexual a temprana edad». Cuatro meses después del parto, cuando ella quiso volver a la escuela, le indicaron que, para poder hacerlo, tenía que contraer matrimonio. Tuvo que intervenir una organización de mujeres para que le permitieran el reingreso. Como si todo eso fuera poco, la justicia la dejó desamparada.
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Por todo esto, el Comité de Derechos Humanos de la ONU emitió una condena, el 5 de junio de 2025, al Estado de Guatemala por la violación de los derechos humanos de Fátima. En su sentencia, el Comité destacó el sufrimiento extremo que enfrentó la niña y dejó claro que forzarla a mantener un embarazo con el que explícitamente manifestó no querer continuar, constituye un trato cruel, inhumano y una forma de tortura agravado por el hecho de que fue un funcionario público quien la violentó, que el Estado no la protegió y la sigue violentando en tanto su agresor siga impune.
Además de no protegerla, el Estado violó sus derechos a una vida digna, a decidir de manera autónoma sobre su cuerpo, a recibir información, y a la igualdad y no discriminación. Enfatizó que la maternidad forzada interrumpe y obstaculiza los objetivos personales, educativos y profesionales de las niñas.
Pero, el de Fátima no es el único caso. Solo en los primeros cinco meses del año 2025, 884 niñas de entre 10 y 14 años tuvieron un hijo o hija fruto de una violación (según lo establecido en el Código Penal guatemalteco). Al menos dos de ellas tienen 10 años. Lo más alarmante es que este patrón se repite año tras año, según el Registro Nacional de las Personas (RENAP), desde 2018 hasta 2024, 14.696 niñas menores de 15 años fueron madres. Son cifras estremecedoras para cualquier persona o sociedad con un mínimo sentido de justicia.
Por eso, el fallo no contempla medidas de reparación solo para Fátima y su familia, sino que, además, es un faro para otras niñas, ya que le exige al Estado medidas de no repetición, acceso real a servicios de salud sexual y reproductiva, universalización de la educación integral en sexualidad, fortalecimiento de protocolos en salud, un registro adecuado de los casos de violencia sexual, así como capacitación al personal de salud, justicia y educación. En definitiva, es un llamado urgente a desmontar las causas profundas que sostienen la violencia y discriminación sistemática a las niñas y adolescentes del país.
Esta condena es esperanzadora. Se logró por la valentía de Fátima, el tesón del movimiento Niñas No Madres y las organizaciones Mujeres Transformando el Mundo y el Observatorio en Salud Sexual y Reproductiva de Guatemala, entre otras que aportaron su esfuerzo. Se logró, además, hacer evidente que las niñas de Guatemala no están solas.
Este paso es solo el inicio. Mañana tocará seguir trabajando para que ninguna niña más tenga que vivir esta tortura.
Porque este dictamen del Comité no es solo una reprimenda al Estado guatemalteco, sino una cruda radiografía de la violencia estructural que se administra desde las instituciones públicas. Un espejo incómodo que nos muestra un país donde las niñas son violadas, obligadas a ser madres y los abusadores quedan impunes.
La impunidad no es simplemente la ausencia de justicia, sino una forma activa de gobernar para conservar el orden social sacrificando la vida de las niñas pobres, indígenas, afrodescendientes, con discapacidad, rurales; en nombre de la estabilidad de una cultura jurídica que sigue repitiendo lógicas profundamente patriarcales. Las niñas no son tratadas como sujetas de derechos, sino como cuerpos a disciplinar.
Cambiar esta situación es responsabilidad del Estado, pero también de toda la sociedad que se niegua a aceptar la tortura infantil como «normal». No se trata de ideologías ni de agendas políticas, sino de justicia y dignidad. No basta con leyes decorativas. Definitivamente, hace falta voluntad política para desmontar pactos de impunidad.
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