Una tarántula está tatuada en el brazo izquierdo de un hombre. O tal vez se mueve y camina sobre la piel de este hombre de origen judío que se llama Samuel Blum y quien está convencido de la máxima latina «si deseas la paz, prepara la guerra». Para cumplir con esa preparación que no admite reposo o reconciliación, Blum dirige un campamento organizado para niñas y niños judíos en el altiplano guatemalteco durante alguno de los años álgidos del conflicto armado guatemalteco. La trama de la más reciente novela de Eduardo Halfon, Tarántula (2024) gira en torno a la memoria de ese campamento.
En esta novela persisten rasgos que caracterizan el estilo de Halfon, como el uso de la autoficción, la construcción narrativa de distintos espacios imbricados entre sí, y una apuesta bien lograda por la narración ágil. Asimismo, Tarántula forma parte de lo que Magdalena Perkowska ha llamado «el rompecabezas» narrativo de Halfon, el cual se inicia con la publicación de El boxeador polaco (2008). Ese rompecabezas consiste en distintos relatos que pueden leerse autónomamente, pero que también funcionan como piezas que se implican y completan entre sí con base en temáticas predominantes, como la identidad judía, la memoria y la posmemoria del Holocausto. De este rompecabezas narrativo considero que Mañana nunca lo hablamos y Tarántula son las novelas en donde la presencia de la historia guatemalteca irrumpe con más fuerza. Incluso, podrían leerse como una continuidad, pues en Mañana nunca lo hablamos, el niño protagonista, de nombre Eduardo, se va de Guatemala como consecuencia de la atmósfera de violencia en el país y en Tarántula vuelve con su hermano para participar en aquel campamento.
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No obstante las continuidades antes mencionadas, me parece que en Tarántula se plantea algo nuevo y actual: cómo la memoria del horror puede en algún momento invocarse y practicarse perversamente por medio de la repetición de aquel horror. Es decir, no se trata de una memoria que explora causas históricas, que desarrolla pedagogías y simbologías basadas en la racionalidad y emociones orientadas a la justicia, la reparación y la no repetición. Se trata, como planifica el personaje Samuel Blum, de asegurarse de que los descendientes de las víctimas ejerzan el recuerdo con base en la experiencia del miedo, la sumisión y las lealtades de grupo probadas en las peores circunstancias. Es así como en la novela, Eduardo siente «un silencio de vacío, de ausencia» cuando es obligado a participar en la recreación de la vida de los niños judíos en un campo de concentración durante una noche fría bajo el trío para violín, violonchelo y piano de Shostakóvich «Baile de la muerte». En la oscuridad estalla el horror. Doblar la mano a una niña que no entrega el anillo preciado de su familia. Obligar a dos niñas a abofetearse. Poner a gatas o de rodillas a los niños. Acallar la queja de dolor vendando la boca. Forzar posiciones extenuantes del cuerpo. Golpear. El horror lo dijo el escritor Charles Derry, el peor horror, lo causa el hombre.
Décadas después, en un salto de tiempo y espacio narrativos, Eduardo vuelve a aquel episodio por el encuentro casual en París con Regina, quien también estuvo presente en aquella noche. Es ella quien propicia el reencuentro de Eduardo con Samuel Blum en Berlín. Para entonces el niño Eduardo se ha convertido en un escritor invitado como becario al Wissenschaftskolleg en Berlín y Samuel, un orgulloso miembro del Bitajón, en hebreo, seguridad. El narrador aclara que así se llama al servicio secreto de seguridad e inteligencia de una comunidad, de carácter clandestino y militar. Ambos personajes se reúnen en un bar y restaurante tailandés –posiblemente también un prostíbulo– y conversan.
Paulatinamente el lector puede deslindar dos identidades judías y dos formas de articular la memoria del holocausto. Samuel Blum evidencia el imperativo de estar alerta cotidianamente porque el mundo gira en torno al antisemitismo. Por lo tanto, resultan legítimas incluso las estrategias infames –como el campamento infantil– para enseñar la defensa como actitud cotidiana de los judíos. Blum interpreta Berlín desde el recuerdo literal y puntilloso del horror nazi. Eduardo, por su parte, no niega cómo su propia historia le ha podido enseñar la existencia de gestos antisemitas, como lo es un recuerdo nebuloso sobre el letrero «se prohíbe la entrada a perros y judíos» en un campo de golf de las elites guatemaltecas. Sin embargo, él se resiste a interpretar el mundo solamente a partir de la autodefensa y la agresividad de Blum. Berlín, para Eduardo, no se agota como ciudad del horror nazi y si de hacer memoria histórica se trata (o posmemoria), su propio hijo recibe explicaciones claras, nunca la infusión del miedo o del ataque.
Pero volvamos al momento final de Eduardo en el campamento. Ya el narrador ha dado claves sugestivas de que se trata de una zona indígena marcada por desigualdades y que la atmósfera de la violencia por el conflicto armado guatemalteco se puede sentir. Por ejemplo, un niño encuentra un cuaderno en donde aparecen ilustraciones de capturas e interrogatorios, como la de una mujer indígena que aparece con la boca tapada por un soldado y sostenida a la fuerza por otros y el título a-ga-rra-da. Así, en este espacio sedimentado de violencias, Eduardo decide huir al bosque. No soporta aquella noche de simulaciones tenebrosas.
La fuga trae a la memoria narrativa de los lectores los caminos en el bosque de los cuentos tradicionales infantiles. Bruno Bettelheim sostiene que en esos cuentos el bosque simboliza el lugar donde se debe afrontar y vencer la oscuridad, de tal manera que el personaje resuelve las dudas acerca de su identidad. En Tarántula, Eduardo deberá enfrentar la falta de conocimiento de la geografía del lugar, el hambre, la sed, pero sobre todo, el miedo. Precisamente, la racionalidad que el niño se impone para avanzar en el camino –preludio de la razón adulta– y luego la generosidad de una pareja indígena anciana que vive en la precariedad, permitirán la vida.
No es casual que el espacio concluyente sea «la casa que apenas era una casa» de esta pareja indígena. En los diálogos con Regina, el personaje Eduardo refiere una entrevista con un periodista que le había preguntado cuáles eran los libros no leídos que más le habían influenciado. Y el escritor contesta: La Torá y el Popol Vuh. Agrega que ambos libros definen «las dos grandes columnas sobre las cuales está construida mi casa». Quizás el auxilio que recibe el niño perdido sea una referencia ineludible para el escritor adulto sobre cómo imaginar una identidad: una casa. Y esa identidad está más allá de la lectura, resulta de las fugas y desorientaciones, de las resistencias y de las preguntas. De un bosque que no acaba.
Hace mucho tiempo quise escribir sobre la obra de Eduardo Halfon. Por alguna razón postergué mi escritura. Sin embargo, cuando redacto estas líneas, pienso en la dimensión catastrófica de lo que ha pasado en las guerras del 2024: el fanatismo y la violencia hechos destrucción. De ahí, el imperativo para leer esta novela. Pero no solo se trata de la temática actual lo que invita a leer Tarántula, sino también la prosa pulcra y poética con que se narra, fruto creo yo, de una madurez que se percibe en la luminosidad de las palabras. Finalmente, en la pantalla de la computadora se me aparece Eduardo Halfon muchísimos años atrás, en el campus de la Universidad Rafael Landívar, contándome que había dejado la carrera de ingeniero e iba tras su vocación, la escritura. No imaginaba en ese entonces que una de mis casas (para usar su metáfora) sería Alemania y la otra, Guatemala. Con ello empezó para mí un complejo caminar por memorias e identidades que me acercan con pasión a esta novela.
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