La sociedad en su conjunto, clases, pueblos, estratos, grupos e individuos, hoy está atravesada por múltiples contradicciones, confusiones y, sobre todo, ausencia de pensamiento crítico. A diferencia de las clases dominantes y hegemónicas que, salvaguardadas por la sumisión a la que han sometido a la población –a través del ejercicio del poder– no desperdician el tiempo ni en espectáculos ni en discusiones públicas que, a veces, resultan superficiales, bizantinas y sin resultados concretos para cambiar la politiquería que es la causa de pobreza, desigualdad y corrupción.
La élite está en formación permanente, alejada de desfiles, procesiones, espectáculos deportivos, conciertos, ferias, convites, lo que alegra la vida del pueblo, que es parte de su cultura pero que, políticamente, no tiene efectos en revertir la dominación cultural, económica y exclusión política. Sus cuadros se forman para gobernar y mandar, el pueblo medio se educa para obedecer y trabajar para mantener el modelo económico que la clase dominante hegemoniza y aprovecha concentrando excesivamente la riqueza: el capital no descansa, el pueblo sí. ¡Grave contradicción!
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Vemos iglesias de toda denominación repletas de feligreses que aportan económicamente para mantener a sus dirigentes religiosos en un modo de vida imperial. Las fiestas patronales se convierten en ostentosos espectáculos musicales, acompañados de excesos y bebidas, mientras las congregaciones protestantes diezman a diestra y siniestra, levantando megaiglesias en medio de barrios empobrecidos donde la vida digna está ausente. Los medios de comunicación rebosan de programas religiosos, mientras —paradójicamente— la sociedad padece la pérdida de valores como la solidaridad, la responsabilidad, la moral y la ética, junto con una marcada indiferencia ante la corrupción. Agobiada por la delincuencia común, el enriquecimiento ilícito de politiqueros y empresarios con privilegios estatales, protegidos por la ley, la ciudadanía observa cómo muchos de ellos se articulan con el narcotráfico que arrasa con la juventud. ¿Doble moral, producto de la colonialidad?
Los estadios se llenan de aficionados apasionados por el fútbol, nacional y extranjero. Se gastan grandes sumas en entradas, camisolas y bebidas, mientras el fanatismo genera nuevas identidades, en tanto las identidades políticas yacen por los suelos. Las altas dirigencias deportivas viven como reyes: viajan, se enriquecen a costa de los deportistas, la mayoría provenientes del pueblo empobrecido. Los mayores beneficiados son esas dirigencias y las empresas de bebidas alcohólicas, así como las compañías telefónicas que cobran por acceder a las transmisiones deportivas, captando así el ingreso precario de la población. Otra contradicción. Otra confusión.
Los llamados progresistas arremeten en contra de la privatización, especialmente de la educación. Sin embargo, tal reivindicación legítima choca con la realidad del sistema educativo público que brinda una educación calificada como de las peores en América Latina, obligando, a los que pueden, a utilizar el sistema privado que crece y se desarrolla en la medida en que lo público fracasa. Es posible que algunas universidades privadas estén haciendo más y mejor investigación que nuestra alma mater que, actualmente, se debate entre la corrupción, impunidad, autoritarismo y politiquería, abandonando lo académico en perjuicio del pueblo que es la que la sostiene económicamente y a la que se debe.
La ausencia de producción de pensamiento crítico se relaciona con la pasividad y ausencia de la universidad en los grandes debates nacionales. La producción de profesionistas refleja la orientación de lo público a la formación de cuadros para mantener el sistema y servir al mercado, monopólico por encima de todo. ¡Cruel paradoja!
Mientras tanto, el Estado se encuentra en un fracaso total. Sin independencia de poderes, sin haber concluido siquiera la transición democrática iniciada en 1985. Educación, salud y trabajo no logran incidir en la mejora de la calidad de vida de la población. La inversión territorial —los recursos del pueblo— está copada por la corrupción y el clientelismo, avalados por la ANAM, que protege intereses corporativos al garantizar recursos económicos sin control y proclives al mal uso por parte de alcaldes y funcionarios locales. La ANAM se ha convertido en el fortín político del arzuísmo unionista, politizando la institución con fines meramente politiqueros. No defiende los sagrados intereses del pueblo; al contrario, ampara la corrupción y el mal uso de los recursos en las municipalidades. ¡Ingrata paradoja!
Total, la modernidad y el estado liberal-republicano y la inercia colonial nos sitúan en la ilusión y la fantasía democrática. Alejados del conocimiento objetivo de la realidad. Vivimos en dos mundos distantes, contradictorios, el del espectáculo, la entretención y la indiferencia política y, por otro lado, el de la cruda realidad. Es la contradicción fundamental, legado de la colonia.
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