«Esta no es una crisis climática, es una crisis socioambiental»
«Esta no es una crisis climática, es una crisis socioambiental»
Juan Pablo Castañeda, director del IARNA, sostiene que cuando en el escenario de un país arriba del 50 % de la población es pobre, la mayor parte de los cuerpos de agua están contaminados y los fenómenos climáticos son cada vez más impredecibles, afectando a los agricultores de subsistencia, es preciso hablar de una crisis socioambiental y no sólo climática.
Para reflexionar en torno al deterioro ambiental que se evidencia en la contaminación de más del 90 % de los cuerpos de agua o en los fenómenos climáticos extremos cada vez más impredecibles que afectan a los cultivos de subsistencia, Plaza Pública entrevistó a Juan Pablo Castañeda, director del Instituto de Recursos Naturales y Tecnología (IARNA), de la Universidad Rafael Landívar.
Castañeda advierte: si el rumbo no se endereza y no se logra consolidar una institucionalidad pública capaz de revertir la tendencia de degradación en los ecosistemas, pronto llegaremos a un punto de no retorno.
—Los ambientalistas lo tienen claro, pero las olas de calor del pasado año parecieron provocar el interés de las personas en el cambio climático, ¿cree que hay más conciencia en la ciudadanía?
—Sí, al sentir los impactos directos del cambio climático las personas se dan cuenta de que hay un problema. Sin embargo, esto viene de tiempo atrás. Desde el IARNA tenemos más de 20 años de advertir los problemas ambientales en Guatemala y el cambio climático. Lo que pasa es que se recrudecen los que ya existen. Entonces hay más sequías, más lluvias, más tormentas. Y esto afecta a las personas.
—Las olas de calor son solo una de las expresiones del cambio climático. ¿A qué otros fenómenos nos podemos enfrentar en un futuro inmediato si no enderezamos el rumbo?
—El gran problema de Guatemala es que es un país muy vulnerable. Si nos damos cuenta de las recientes estadísticas de Encovi sobre la pobreza, el 56 % de las personas en Guatemala son pobres. Y ese es el mismo dato que teníamos en 2000; quiere decir que no hemos mejorado en 25 años. Esto hace que estas personas, altamente vulnerables, no puedan responder o adaptarse a los problemas que vienen de sequías y lluvias intensas. Las olas de calor, por ejemplo, son periodos de más de dos días. Eso no existía en el pasado y afecta directamente a los cultivos, sobre todo a los pequeños agricultores.
En el altiplano occidental, por ejemplo, hay un 20 % de estrés hídrico. Y esto va a afectar la producción de maíz y frijol, alimentos necesarios para nuestros niños. Vemos que hay una desnutrición crónica de casi el 50 % en el país. Esta no es una crisis propiamente climática, es una crisis socioambiental que deriva de un gran problema socioeconómico para el país y, sobre todo, para los más vulnerables.
—En este escenario, ¿cómo evalúa el rol de la institucionalidad y del Estado? ¿Se toman las medidas adecuadas o hay tareas postergadas?
—El tema ambiental ha sido especialmente marginal y eso se refleja en los presupuestos del país. El del Ministerio de Ambiente es de alrededor del 1 y 2 % del presupuesto nacional. Y cuando vemos en el Gabinete del Agua recientemente creado, más o menos se van a asignar recursos por 0.03 % del PIB.
Esto evidencia poco interés del sector público por atender esta problemática. A la vez, las instituciones no han sido capaces de viabilizar un intercambio adecuado entre un set de entidades que tienen que ver con el ambiente: el Ministerio de Agricultura, el Ministerio de Ambiente, el Consejo Nacional de Áreas Protegidas y el Instituto Nacional de Bosques. Esta diversidad de instituciones con múltiples roles en la decisión de la política pública ambiental hace que sea difícil viabilizar una acción conjunta y contundente de parte del Estado.
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—Centrémonos en el agua. Según diversos estudios, e incluso el Gobierno lo ha dicho, el 90 % de las aguas superficiales están contaminadas. ¿Qué actores son los responsables?
—En general, todos los sectores nacionales somos, de alguna forma, responsables, pero sí hay evidencia de que este modelo económico se está sustentando sobre la base de un sector primario que es muy intenso en el uso del agua, por ejemplo, el cultivo de caña de azúcar, de palma africana y otros monocultivos. Esto hace que se concentre una gran demanda del líquido, utilizado de diferentes formas. El agua está en contacto con diferentes tipos de contaminantes y fertilizantes, que hacen daño a la salud de las personas.
Más o menos el 60 o 70 % del consumo nacional está en el sector de la industria agrícola. Y cuando vemos que la matriz de exportaciones de Guatemala está sustentada básicamente en estas industrias extractivas, vemos que hay un problema entre lo ambiental y económico.
En materia de gobernabilidad lo que se busca es un modelo económico que nos permita tener “dobles dividendos”. El doble dividendo representa que haya beneficios ambientales y, a la vez, crecimiento económico. No se trata de que no haya un crecimiento económico, pero debería ser uno bien pensado, con beneficios para la población en términos sociales y ambientales.
—Tal como usted lo refiere, el IARNA ha advertido que unas dos terceras partes del agua son demandadas por la industria manufacturera y el riego agrícola, mientras que solo el 2.3 % es utilizado por los hogares. ¿Esto representa un desbalance o cómo lo interpreta?
—Claro. El consumo de agua más grande es por parte del sector agrícola y el sector industrial porque la necesitan para producir. Ahí es donde los patrones de producción y consumo deben cambiar. El gobierno juega un papel fundamental en crear los incentivos que pasan mucho por la política fiscal y por ver cuáles son aquellos agentes económicos que más causan daños al ambiente. Hay ciertos principios del desarrollo sostenible como “el que contamina paga” o “el que usa paga”. Esos principios básicos se deberían aplicar a la política guatemalteca.
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—Aplicando esos principios, ¿es posible revertir la contaminación de más del 90 % de los cuerpos de agua? ¿Se puede ser así de ambiciosos?
—Siempre hay una expectativa; lo último que se pierde es la esperanza. Y ha habido casos muy ejemplares. Por ejemplo, en Bélgica se logró pasar de una contaminación del 80 % en los ríos al 0 %, pero eso conllevó inversiones sustanciales en términos de materia de agua y de protección hídrica. Se necesita un contexto institucional muy sólido que permita vigilar, controlar y monitorear cuál es el uso del agua y cuáles son los actores que participan en ese uso.
—En años anteriores, el IARNA diagnosticó que Guatemala tiene una disponibilidad suficiente de agua para todos sus habitantes; sin embargo, en época seca alrededor de la mitad del territorio tiene problemas para acceder al recurso. ¿Qué ruta se puede tomar para cambiar esto?
—Quisiera matizar un poco sobre ese excedente. Quizá en el pasado sí teníamos alguna disponibilidad, pero a medida que pasó el tiempo y que vamos consumiendo nuestros recursos hídricos, estamos próximos a llegar a un punto de no retorno. Está claro que el cambio climático hace más difícil predecir algunos cambios, en este año puede haber sequía o grandes tormentas, y cada vez se hace más difícil predecirlo. Tenemos que ver cómo lanzar alertas tempranas para que la gente tome decisiones y se adapte adecuadamente. En el caso de Guatemala, de 2021 para acá se consiguieron unos 30 millones de dólares a través de fondos climáticos. Y la expectativa era, según estimaciones nuestras, más o menos 150 millones. Eso es apenas el 20 % de la expectativa por lo menos para paliar la crisis climática. Lo otro es que la eficiencia en esos niveles de inversión climática ha sido muy limitada.
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—En este escenario, ¿qué sectores son los más vulnerables?
—Por supuesto, los pobres que mencionaba que son el 56 %, pero sobre todo aquellos que están localizados en áreas de potenciales sequías y donde las tormentas afectan la erosión del suelo. Eso hace que baje la productividad de los suelos y estas personas, pequeños agricultores y agricultores de autoconsumo, ven afectadas sus cosechas y, por ende, su alimentación.
—El Gobierno ha comunicado su intención de avanzar en el proceso para crear una Ley de Aguas. ¿Cómo califica esa urgencia?
—Es urgente. Se ha relegado la discusión de ese tema porque el balance de poder en la discusión es muy distinto. Es muy distinto el poder que tienen las comunidades de entrar a la mesa de discusión comparado con el de los grandes usuarios del agua, que tienen un balance de poder mucho más grande y una capacidad de inversión que les permite participar en una forma desigual en esos diálogos. Sin embargo, creo que es un momento oportuno para introducir la Ley de Aguas.
Se esperaría que el Gobierno tome en cuenta los elementos fundamentales que requiere una ley de ese tipo: una institución que vele por los recursos hídricos del país, que aglutine esfuerzos en la gestión del agua y que haya una regulación en su uso. Paralelo a ello, hay que invertir en infraestructura hídrica. Hace unos 60 años había una que permitía asegurar la distribución para los consumidores, en especial para los hogares.
—¿Qué actores se beneficiarían de una Ley de Aguas, y qué otros sacan provecho de su inexistencia?
—En todo hay ganadores y perdedores, y una ley es imposible que sea una suma cero. Los que aparentemente pierden son los grandes usuarios de agua, como los grandes monocultivos de exportación. Sin embargo, hemos hecho análisis macroeconómicos que permiten ver el efecto multiplicador de alguna decisión económica, y vemos que el impacto sería muy limitado al cambiar algunas cosas, como por ejemplo colocar un impuesto adicional a los grandes agricultores. Recuerdo que en Colombia estaba la discusión en el Congreso sobre una ley de aguas que no se aprobó, pero en el análisis vimos que se podía incrementar la tasa del agua en un 500 % sin que se afectara el crecimiento del sector agrícola en su totalidad. Entonces no hay evidencia de que un cambio en los incentivos económicos hacia esos sectores podría afectar la productividad.
—¿Teme un escenario en el que sectores como la industria manufacturera o la agroindustria, por ejemplo, tengan una incidencia indebida en la discusión de esta ley?
—Yo no diría indebida, creo que cada actor tiene sus intereses. Lo que el Ministerio de Ambiente y el Gobierno en general debería hacer es poner las reglas del juego claras; tratar de balancear el poder. Deben convocar a los actores clave, a las comunidades que tienen sistemas de manejo hídrico ancestrales, a los diferentes actores sociales y, por supuesto, al sector privado. Pero en un campo equilibrado de discusión. Mantener ese balance en la estructura de poder es muy difícil, pero esa es la función principal del Gobierno.
—El Gobierno recién creó el Gabinete del Agua, presidido por la vicepresidenta de la República. ¿Cómo evalúa esta ruta? ¿Es la correcta?
—Creo que es un paso importante en la ruta correcta. El problema que mencionaba anteriormente es que hay muchas instituciones que tienen algún interés o rol dentro de la regulación y gestión hídrica, y se necesita alguna entidad o esfuerzo colectivo que permita articular, facilitar la discusión, el diálogo y asegurar la inversión. El gabinete es un paso correcto, pero hay que darle dientes, financiamiento e influencia en el diálogo político.
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—Antes se tomaron acciones como crear el Viceministerio del Agua, por ejemplo. ¿Ve alguna diferencia significativa respecto a la estrategia que adopta este Gobierno?
—Pienso que sí están tomando algunas acciones mínimas en la ruta correcta, pero no son suficientes. Hay que concentrarse en cosas que son clave y una de esas es la gestión ambiental en el Ministerio de Ambiente. Esa cartera sí tiene la capacidad de regular y cambiar ese modelo donde hay afectaciones ambientales a raíz de diferentes proyectos que se ejecutan. Ha sido un Ministerio distinto, en el sentido de que hay ciertos niveles de honestidad y transparencia, pero creo que se queda corto con relación a las crisis que vivimos.
—¿Cuál es la ruta para fortalecer al Ministerio de Ambiente y convertirlo en una entidad que tome control en situaciones de crisis?
—El Ministerio tiene que asumir su liderazgo. Tiene una responsabilidad en la gestión ambiental del país, sobre todo facilitando el diálogo y sirviendo de bisagra ante las diferentes agencias del país, que incluso pueden tener visiones opuestas. El Ministerio de Energía y Minas promueve el desarrollo minero, pero el de Ambiente tiene que estar vigilante de cómo se hacen las cosas. Podría ayudar mucho que se refuerce la participación de Ambiente en el gabinete económico porque es ahí donde se toman muchas medidas que implican cambios en el desarrollo del país en los próximos años.
—¿Qué tan probable es que escale la conflictividad social si nada cambia?
—El problema del agua, y muchos autores lo han dicho, es que podría ser potencialmente la razón de las futuras guerras en el mundo. Y definitivamente, si no ponemos atención a estos temas, va a escalar la conflictividad social por diversas razones. Pero creo que hay que verlo desde una perspectiva más integral. Nosotros, por ejemplo, tenemos un incentivo forestal que debería mejorar los ecosistemas forestales. Sin embargo, estamos perdiendo más o menos 80 mil hectáreas de bosque al año, que son más o menos 100 mil canchas de fútbol al año. Esa no es una cifra pequeña y obviamente tiene un impacto en el ambiente. Se libera Co2, se producen gases de efecto invernadero, se reduce la biodiversidad y, cuando el bosque es afectado en áreas que tienen característica de regulación hidrológica, todo el sistema hídrico se ve afectado. Entonces sí hay instrumentos en Guatemala que se deben utilizar y que se están utilizando, pero hay que mejorar y hacer más eficiente su uso.
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