Como materia que es, no es una piedra fría cualquiera, inerte y desapasionada que hace que incluso la muerte se mire viva, como dice Karen Barad. La materia no es un lienzo inerte para la inscripción de la cultura, una cosa estática sin memoria, historia o una herencia que pueda llamar propia. Y ciertamente el cuaderno no lo es tampoco. Aun así ha habido épocas en las que he pasado de la procrastinación —y esta siempre es miedo— a la resistencia y a inventar excusas para no escribir. Esta multiplicidad que estoy siendo, me digo, se escapa, se niega a la captura.
Dicen que para mantener la rutina del ejercicio físico no hay que esperar a la motivación y que la procrastinación solo se vence ignorando el impulso aunque eso requiera, como Ulises, atarse a un mástil. El plan es ejercitar la escritura —algo también físico—, fortalecer las palabras y evitar que los patrones neuronales que constituyen el hábito de construir frases se disuelvan. Hacer del vocabulario una rutina para moverse con cierta comodidad y quizá incluso automatizarlo de tal manera que deje de ser una preocupación y entonces, solo entonces, las historias fluyan. Hay que trabajar todos los aspectos de la práctica: las descripciones, las analogías, las metáforas, las metonimias…, aun cuando el cuerpo entero se resiste, cuando se presenta ese jalón en la espalda y se instala en la nuca, cuando pesan los párpados, cuando los dedos comienzan a entumecerse. De hecho, esa escritura que el cuerpo se traza marca las páginas del cuaderno. Más que una interacción, es una intraacción. La escritura es un acto material-discursivo incapaz de diferenciar entre materia y lenguaje. Mi cuerpo marca al cuerpo que es el cuaderno, así como a la pluma, en sus movimientos, y el cuaderno me marca a mí, me responde, me habla. Es, en las palabras de Gloria Anzaldúa, un objeto-evento.
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Aun así, la distracción es fácil: cualquier cosa es capaz por ratos de desconectarme —las sirenas aladas inundan todas las habitaciones—. El plan inicial es idear trampas, ponerle dientes al teléfono y alarma al silencio, encerrar a todos los pájaros y congelar las ramas de los árboles, eliminar la calle y sus interrupciones… Acaso, conformar un espacio para el encierro voluntario y tragarse la llave, un búnker de aislamiento dentro de este aislamiento desde el cual poder ignorarlo todo, una celda sorjuaniana donde pueda estar conmigo misma traduciendo permanentemente mis propios pensamientos, cubrir de tinta el papel en un estado ya de hipnosis. El propósito es escribir, y pareciera que para lograrlo es necesario el sacrificio, un sacrificio monacal, un acto de entrega capaz de abandonar al cuerpo que sujeta la pluma —la corporalidad que sostiene ese otro cuerpo, prótesis del lenguaje—. ¿Pero, entonces, de qué se escribe? ¿Qué se recoge cuando no hay nada que recoger? ¿Es posible una escritura como acto que no requiera del aislamiento y, por ende, de la construcción y el repaso de un yo individual capaz de traducirlo todo, de abarcarlo todo, de integrarlo todo? Para entregarse no sirve abstraerse: esa es la aporía. El truco, más bien y entonces, estaría en escribir y dejarse distraer, pero no demasiado como para que se vuelva boicot, sino dejando abierta la puerta para que alguien, cualquiera, pueda entrar. Y para salir también, dejar que las memorias se enreden con los pájaros y aprender a escuchar a las ramas de los árboles cuando interactúan con el ruido de la calle.
Escribir también tiene que ver con establecer y mantener relaciones con fantasmas —llámeseles personajes, memorias o ausencias—. Esta es una de las maneras de lograr que, como escribe Mariana Enríquez, un fantasma pueda encontrarse con alguien y «mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por supuesto, de su verdadero tacto...». A los fantasmas hay que mantenerlos cerca. Son ellos los que nos recuerdan a quienes tenemos la suerte o el derecho de estar vivos. Y, como la materia, son cuerpos que nos marcan.
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