Pero la preocupación por el bienestar de otres se extiende más allá de la propia camada. En diferentes mamíferos se han observado madres que adoptan crías de especies distintas y las alimentan y cuidan como propias. De igual manera, los seres humanos somos seres sociales y esto es lo que a lo largo de la historia evolutiva nos ha funcionado: ser-con-otres, a partir de la conformación de comunidades. Nos encontramos siempre fusionades con alteridades, estamos-con y por ende somos-con. El hecho de que nuestro cerebro funcione de este modo (organizado para sentir placer en compañía y experimentar la exclusión social como dolorosa[2]) es el punto de partida de valores construidos culturalmente. Dichos valores reflejan cómo nos sentimos y pensamos en relación a ciertos comportamientos; se derivan de la propia experiencia.
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No obstante, los valores compartidos pueden ser el resultado de nociones cerradas de lo que significan las relaciones. «Falsas alternativas» como las que llevan a «lanzarse a aventuras de poder potencialmente mortales», en palabras del filósofo alemán Peter Sloterdijk. En su libro Esferas I[3], éste hace un recorrido por diferentes mitos que en el mundo pre-moderno hicieron sentido del nacimiento, el apego y la pertenencia a una comunidad y resalta que en diversas sociedades se desarrolló un entendimiento de la madre como lugar de protección, una esfera íntima que hace posible la vida. Al mismo tiempo, reflexiona acera de cómo ese espacio seguro, ampliado en diferentes tradiciones a un entendimiento del mundo (árboles de la vida o úteros constitutivos de espacios geográficos amplios) se fue clausurando durante la modernidad y cómo occidente llegó a construir la idea de que existía una división entre un mundo interior y otro exterior. La modernidad, dice, se caracteriza por el rechazo al espacio íntimo. Desde esa lógica se piensa que quien deja el seno materno (o supera a la comunidad) alcanza su autonomía y es capaz de perseguir su libertad en un mundo exterior de cosas aisladas entre sí, donde se asume individuo. Pero «la vida es más profunda que la autobiografía», apunta Sloterdijk.
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Otra consecuencia de aquella ruptura habría sido la sacralización, por un lado, y la estigmatización, por el otro, del cuerpo femenino y de sus órganos sexuales y reproductivos: órganos territorializados, restringidos a una sola función. Los cuerpos de las mujeres, como explica Rita Segato[4], se convierten en cuerpos privatizados que habitan en un espacio doméstico: «todo lo que nos pasa a las mujeres es empujado al campo de la intimidad» y «eso hace que nuestro destino sea comprendido no como un destino político o público, sino como un destino privado». La mayoría de mujeres que muere violentamente lo hace a manos de su pareja en dicho espacio. «Margarida llora porque un padre convirtió a sus hijas en montañas, o llora por lo que nos hicieron: la lana, la ceniza y los hierros candentes, las cadenas y el banco, los pesos en los pies y la sangre roja», escribe Irene Solá[5].
Nos encontramos suspendidas en el imaginario colectivo entre un ideal de maternidad protectora y garante de la vida (monopolio del apego) y la anulación de nuestras posibilidades. El actual Congreso lo confirma estableciendo el 9 de marzo como el día de la familia (heteronormada), una que impide que realmente seamos capaces de conformar espacios de cuidado que nos reconozcan en nuestra diversidad; relaciones como aperturas a una amplia gama de deseos y potencias. El 8 de marzo como día de las mujeres nos brinda un espacio para visibilizar nuestras historias y nuestras luchas. La IV Muestra de Cine Hecho por Mujeres, próxima a realizarse, es también un lugar donde encontrarnos y compartir historias acerca de parentescos y lazos vitalizantes.
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