«Parecían humanos», dice, pero «no tenían espíritu, no tenían pensamiento». Estos humanoides eran como marionetas manipuladas externamente. «Sus caras eran secas. Sus mejillas estaban secas. Parecían máscaras». Por esto los destruyeron. «Vino el jaguar masticador, que comió sus carnes […] Hablaron todas sus tinajas, sus comales, sus platos, sus ollas, su nixtamal […] Sus piedras de moler dijeron: “En nuestra cara ustedes molían todos los días”». Cuando estos seres intentaron huir, casas, árb...
«Parecían humanos», dice, pero «no tenían espíritu, no tenían pensamiento». Estos humanoides eran como marionetas manipuladas externamente. «Sus caras eran secas. Sus mejillas estaban secas. Parecían máscaras». Por esto los destruyeron. «Vino el jaguar masticador, que comió sus carnes […] Hablaron todas sus tinajas, sus comales, sus platos, sus ollas, su nixtamal […] Sus piedras de moler dijeron: “En nuestra cara ustedes molían todos los días”». Cuando estos seres intentaron huir, casas, árboles y cuervas les interrumpían el paso o los rechazaban.
Esos seres sin espíritu y sin pensamiento, motivados por una abstracción que lo instrumentaliza y cosifica todo, aún existen. Siguen haciendo hoy un uso desconsiderado de los recursos y de la vida que constituyen este planeta. Un pensamiento desarrollado y cristalizado por siglos nos ha hecho olvidar que lo no humano convive con nosotros en este planeta, que estamos siempre en relación y que, es más, nos constituye. Todo es relacionalidad. Esto es lo que, aparentemente, olvidaron los seres de palo del Popol wuj. Entre aquellos objetos vengativos, cargados de rabia, sin duda habrían estado también las obras de arte, todo lo que los seres de palo han acumulado en museos y colecciones para su contemplación. Artefactos a los que se les ha negado un mundo, su mundo, y con ello la vida, aquella que se activa en la relación con los elementos de los que están hechos, con el territorio que los concibió y con los encuentros cotidianos, rituales o festivos, que les dan sentido. Objetos muertos.
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El sistema del arte ejerce un control de la subjetividad a partir de la determinación de qué emociones y sensibilidades pueden activarse y cuáles no. Lo original es lo que encuentra su origen en una línea particular de pensamiento. La estética contemporánea es excluyente desde su base, pues sigue respondiendo a la forma museo, que surgió a partir de los mecanismos imperialistas utilizados para recoger, clasificar y representar los conocimientos sobre los pueblos indígenas cuando estos fueron arrancados de sus territorios y llevados como novedad a Occidente. Y fueron los ojos occidentales (ojos masculinos) los que a partir de ello voltearon a aquellos territorios para devolverles —ya interpretados— sus conocimientos, para decirles qué era lo que realmente estaban pensando, lo que deseaban y lo que necesitaban, ahora al servicio del capital.
¿Qué pasa con los museos y las colecciones que se están haciendo preguntas acerca de esa historia de expropiación y anulación? En las mesas de discusión y en la toma de decisiones se encuentran principalmente los ojos blancos masculinos. El ejercicio de investigación de los curadores radica principalmente en la construcción de discursos favorables económicamente para la institución. Si el público exige ver mujeres, hay que poner más mujeres. Si la colección se percibe excluyente por no contar con la obra de artistas indígenas, hay que comprarlas y resaltarlas en una sala especial. Los criterios de selección siguen siendo los mismos: la originalidad de las obras depende de su capacidad de entrar en diálogo con los discursos contemporáneos, es decir, los del capitalismo avanzado. La ancestralidad como espectáculo.
Los cambios de discurso dejan a las instituciones intactas. Pero ponen en evidencia sus contradicciones y la perversidad de sus intereses. No extraña que una «bienal indígena», como la curadora de la vigésima segunda bienal Paiz la vendió internacionalmente, esté plagada de ejercicios de poder y exclusión o que un espacio alternativo en el centro de la zona más gentrificada de la ciudad promueva a artistas capaces de justificar el genocidio. No se trata de que el sistema del arte y sus instituciones se descolonicen, sino de que pongan en cuestión la razón de su existencia: una que se fundamenta en el objeto muerto; en el dualismo sujeto-objeto que sigue justificando el extractivismo y la persecución, criminalización y asesinato de defensores del territorio; en negarles su humanidad a las mujeres y, por lo tanto, en usarlas y matarlas. Rita Segato se pregunta: «¿Son cosas o son vínculos?». Quizá ahí se pueda encontrar una clave para repensar el arte y su mundo.
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