Las mafias tienen presidente y han logrado crear un nivel de conflictividad que todavía está lejos de resolverse. En ese marco, las crisis acarrean la posibilidad de pensar el futuro. Y este podría ser un buen momento para la articulación campesina y popular con horizontes en 2020. En consecuencia, nos toca pensar en ese reto desde diferentes frentes.
No me corresponde hablar por indígenas y campesinos. Ellos y ellas tienen sus voces. Pero desde sectores urbanos, ladinos y populares podemos pensar puentes para articular luchas políticas.
Partamos de que los movimientos campesinos e indígenas han tenido más coherencia que las masas urbanas que se movilizaron a la plaza en el 2015 por la indignación ante la corrupción, pero también por una suerte de sentimiento anti-Roxana, que no estuvo exento de matices misóginos. Dicho en otras palabras, las demandas campesinas e indígenas, que no son lo mismo, pero se intersecan, tienen un asidero en el reclamo por el territorio y una percepción de la opresión que no se alcanza a observar en las movilizaciones urbanas, predominantemente ladinas y pobres, pero mucho menos contestatarias.
Mi reacción a lo anterior es que el reclamo por el territorio (es decir, la demanda de la gente por acceder a un mayor control de sus vidas) es un tema central para campesinos e indígenas. Ese discurso puede ser un poderoso aglutinante al cargarse de significados contra la minería de metales, contra los monocultivos, contra el desvío de ríos y otros reclamos ancestrales, por citar solo algunos ejemplos.
Un segundo eje discursivo que podría aproximar el proyecto a los sectores urbanos tiene que ver con la reducción de las más importantes formas de violencia y con el mejoramiento general de la seguridad. Y en ese campo es innegable recordar que, tanto en las ciudades como en el campo, la población guatemalteca es conservadora. Esto es una realidad que no me agrada, especialmente porque estoy convencido de que necesitamos un Estado laico para construir formas modernas de convivencia. Sin embargo, un proyecto que tenga viabilidad no puede desvincularse de los imaginarios conservadores, que llevan consigo cargas religiosas, patriarcales e incluso racistas, pero que están allí nos guste o no.
En suma (y lo digo con respeto), las manifestaciones campesinas han sido objeto de desprecio de los sectores urbanos y en ello ha intervenido el racismo como problema estructural, así como la incapacidad de empatizar con el sector que nos da de comer. Pero también percibo que la indiferencia urbana responde a la incapacidad de digerir un discurso sumamente disperso. Esto es comprensible porque los problemas son múltiples y complejos, pero los ejes territorio y seguridad pueden servir acaso para organizar temas como el acceso a la tierra, los servicios públicos, la justicia, la seguridad en general, la reducción de la pobreza extrema y otros asuntos ineludibles. Y digo lo anterior porque tengo la impresión de que, sin ningún nivel de empatía y de apoyo urbano, un proyecto campesino no tendrá mayor impacto electoral. Además, una propuesta posterior de asamblea nacional constituyente no será viable con un Congreso mayoritariamente corrupto como el actual.
Finalmente, no pretendo ignorar que un proyecto serio tiene que concentrarse en problemáticas económicas, sociales y políticas que incluyan programas de corto, mediano y largo plazo. Esta columna no se refiere al diseño central del proyecto, sino a los ejes del discurso, que podrían articularse con el proyecto político para perseguir la empatía de sectores actualmente distantes, pero que comparten la subalternidad, la exclusión, el racismo, las opresiones y la desesperanza por el futuro.
Evidentemente, la propuesta económica y social debe guardar relación con el discurso. Y es allí donde regreso al perfil conservador de la población en general y al afán de que sus creencias religiosas sean respetadas. Pero el conservadurismo guatemalteco va más allá de lo religioso y se trasvasa, entre otros temas, a lo económico. Es decir, sin un claro mensaje de respeto a la propiedad privada de pequeños y medianos empresarios es difícil que se logre el apoyo de esos sectores y de quienes se perciben como clases medias, aunque vivan precariamente. Esto conlleva la identificación de los grandes proyectos indeseables, pero el reconocimiento de aquello que no será objeto de disputa.
Es duro decirlo, pero, en este momento, un proyecto de democracia radical electoralmente viable no me parece más que un sueño marihuano. Pero un proyecto que devuelva a los pueblos originarios algo del control sobre sus vidas y fortalezca un Estado capitalista, que entre otras cosas reduzca la violencia mediante el combate de la pobreza extrema, puede ser un ordenador social que nos permita construir propuestas más radicales en el futuro. La parte difícil de lo que escribo es que muchas personas estaremos en desacuerdo parcial con el proyecto, pero estoy convencido de que la lucha por el territorio y la seguridad son un buen comienzo.
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