Adentro del carrito hay dos tomates, una manzana, un yogur, una bolsa de mozzarella rallado y dos champiñones. Y mientras empujo el carrito, comienzo a sospechar que estoy cayendo en ese patrón que tenía años atrás, cuando vivía en la oficina de AP en Guatemala en un cuartito que lloraba agua por las paredes cuando llovía. En esa época iba al supermercado todos los días, como buscando una especie terapia psicológica diaria.
Podría hacer la compra semanal, es cierto. Pero eso me privaría de los veintidós segundos de interacción social con la cajera. En este país donde todo está diseñado para que no nos hablemos entre las personas, estoy tratando de desarrollar una amistad con la cajera, en abonos de veintidós segundos diarios. Pasa el yogur (bip), el queso (bip), los tomates (esos no hacen bip, no tienen código de barras), la manzana y, mientras toma los champiñones, me suelta: “dos champiñones solitarios”.
Lo dice sin juzgar, como declarando un hecho. Hay dos solitarios champiñones y ella lo indica. Sin siquiera cuestionar qué pedazo de ermitaño compra nada más dos solitarios champiñones que no alcanzan ni para rellenar bien una quesadilla.
Salgo de la tienda y siento que poco a poco el clima comienza a ceder. Me doy cuenta que si hubiera árboles acá, las hojas estarían a unas semanas de ponerse anaranjadas y caer. Salgo del supermercado y ya sin el aire hirviendo que hubo todo el verano, estoy convencido de que hay algo que me falta, algo que me dejé olvidado y de lo que seguramente me daré cuenta cuando ya sea demasiado tarde. Me pasa siempre, a veces es la levadura, a veces la miel, a veces es una cebolla. Otras, es algo infinitamente más importante. Siempre me olvido de algo.
Parece mentira que ha pasado solamente una semana desde que volví de Guatemala y estuve con los chicos. Los días, siempre, tras volver, se deslizan con la lentitud de la melaza y no apresuran el paso hasta que comienzo a ver alguna fecha en el horizonte.
Mientras, voy contando los días. Los días que faltan para finales de octubre, para finales de noviembre, para finales de año. Ayuda tener metas cortas, puntos de referencia en el horizonte cercano para aguantar ese sentimiento de desesperación que provoca el aislamiento. En mi época de soldado, esa desesperación se conocía entre los reclutas con el nombre de la asfixia.
Es un truco que aprendí hace 15 años, durante un breve periodo de privación de libertad mientras prestaba mi servicio militar en España. Sí, estuve preso. Nada grave. Fue poco tiempo, el caso -que involucraba dos policías militares uniformados, tres chicas, una despedida de soltera, un bar llamado Los Bestias, un sex shop, sesenta mil pesetas, el mejor puticlub de Valencia y dos metralletas- fue prontamente sobreseído y salí de esa con una valiosa lección: “nunca, nunca, nunca ofrezcas tu tarjeta de débito a un cabo borracho que dice que no puede pagar su cuenta en un puticlub y te ofrece reintegrarte todos tus ahorros por la mañana, en cuanto abran los bancos”. Pero eso es para otra historia.
Contar los días es recurso de militares, presos, marineros y añorantes. Quizá por eso, entre mis sueños por cumplir está comprar un barco y hacerme a la mar, porque lo demás ya lo he sido. Y voy contando los días, los fines de semana hasta alcanzar esas metas provisorias. Esos balones de aire que ayudan a sobrellevar la asfixia.
De esos meses en el ejército, me quedó el gusto por disparar. Más como un ejercicio de relajación que como una declaración de principios. Digo, disparar, cuando se toma como ejercicio, es como un yoga de la pólvora. Hay que concentrarse, enfocarse y controlar la respiración. Ahora, si el camino de las armas se toma como un modo de vida, ya es otra historia.
Y debo confesar que ahora que estoy en el país de las armas, en la capital de los fusiles, es complicado resistirse a la tentación de comprarme un rifle.
En Guatemala, durante años me rehusé con rabia. Más porque comprar un arma allá es el primer paso para convertirme en un mi cuate que el fin de semana se agarró a balazos con unos ladrones y mató al menos a uno de ellos. Me enteré hoy en Facebook.
Y, aunque estoy en desacuerdo con él en casi todos los puntos, la lógica que usó para explicarme los hechos es implacable. Y justo por eso, no quise nunca comprar un arma. Porque tener un arma en Guatemala no es una decisión lúdica de ir los fines de semana a hacerle agujeros a un papel con una silueta negra (¿por qué las siluetas tienen que ser negras?) o salir a matar venados al parque nacional.
Tener un arma en Guatemala implica que en algún momento estaría en una ecuación que en uno de sus extremos, invariablemente, tiene un muerto. Y, obviamente, no quiero que me maten. Pero la opción de matar a alguien tampoco me seduce mucho.
Acá, liberado de esas implicaciones morales se me hace más soportable la idea de ser dueño de un rifle. Nada muy complicado. Un fusil de cerrojo, de esos que hay que recargar después de cada disparo.
Y ser el flamante propietario de un arma de esas que usan los locos acá para matar gente desde lo alto de una torre es de lo más sencillo. Me enteré el martes, cuando fui a comprar una mochila para reponer la que me robaron en el Irtra de Reu.
-”Mmmm, usté no es residente… va a estar más difícil”, me dice la dependienta de la tienda de deportes.
Toma el teléfono y le pregunta a su interlocutor qué requisitos hacen falta para alguien que quiere comprar un rifle. Se vuelve y me dice:
-”Cómo le dije, es más complicado que si fuera residente. Tiene que traer su pasaporte y tres recibos de luz. Pero tienen que ser consecutivos, si no son consecutivos no se lo vendemos. Recuérdese, consecutivos”.
Total que va a ser más fácil comprar un arma que inscribir a mis hijos en la escuela cuando vengan a visitarme a finales de noviembre. Piden récord de vacunas, notas del colegio donde están, carta de la mamá, recibos de luz (uno, no tres consecutivos), copia del contrato de arrendamiento del apartamento, pasaporte, seguro social y una declaración jurada. Nada más.
Todo apunta a que podré reunir los papeles necesarios para inscribir a mis hijos en una escuela acá durante el mes y medio que vengan a visitarme y, de paso, comprar un rifle. Aunque de lo último no estoy tan convencido aún.
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