De camino a casa oigo un programa en la radio de esos que ponen en la radio pública acá. Esos programas donde los locutores hablan con parsimonia y para todas las noticias, no importa de qué se trate, impostan un asombro controlado que los primeros días que uno lo escucha es simpático pero poco a poco va perdiendo el lustre. Esta vez el programa va de los atletas que ganaron medallas en Londres. Es unos diítas después de que terminaran los juegos y hablan de una persona que ganó una medalla y proviene de un lugar pobre y violento.
Durante la entrevista, habla sobre traer esperanza para su pueblo. “Logré que todos se unieran”, confiesa con alegría y luego reflexiona un momento sobre el precio de su recién encontrada fama. ”Todo el mundo quiere un pedacito de mí”, se queja sin mucho drama.
Se llama Claressa Shields, tiene 17 años y por la pinta se nota que podría noquear a un caballo de un solo morongazo. Es boxeadora y es la primera mujer que gana una medalla de oro en ese deporte para Estados Unidos.
Es originaria de Flint, un pueblo en Michigan, que se hizo famoso gracias a un documental de Michael Moore sobre cómo esta ciudad quedó devastada luego de que General Motors decidiera cerrar sus plantas automotrices y dejar sin empleo a unas 80.000 personas.
Y de alguna forma se siente cómo la medalla no es el único peso que cuelga de su cuello. Hay una presión, dice.
La ciudad, como todos los sitios donde la pobreza y la falta de oportunidades han decidido instalarse, es un hervidero de crímenes violentos. Cuarenta asesinatos en una ciudad de cien mil habitantes, es más o menos -para que nos hagamos una idea- la misma proporción por cada cien mil personas que en Guatemala o El Salvador.
Y la chava está convencida de que a ella le va a tocar, al menos en parte, resolver los problemas de Flint.
Mientras la escucho no puedo dejar de pensar en Erick Barrondo. El día que llegó de vuelta a Flint, los integrantes de la banda de música de su secundaria fueron a recibirla y mientras recorría las calles desoladas a bordo de la limosina alquilada, la chava reflexionaba sobre la tarea titánica que tiene delante de sí.
A ella no la fueron a recibir el presidente y no la pasearon en ese adefesio de bus que mandó fabricar una empresa cervecera para transportar a los atletas convenientemente fotografiados junto a la palabra Guatemala escrita con la tipografía de su marca de cerveza.
Y pienso en Barrondo mientras escucho todas estas cosas. En el peso que ha de sentir cuando ve al Presidente, a la Vicepresidente, al ministro y a los miles de guatemaltecos. En el fondo, esperan que el atleta les haga el milagro.
En un lugar donde las élites han fracasado, la gente busca líderes más allá de los políticos y los empresarios. Por eso hoy le toca el turno al bat a Barrondo.
Supongo que debe ser porque la gente ha de entender que como es atleta, algo debe tener de Atlas y deciden echarle el mundo sobre la espalda.
Y allí está el chico, sin quererlo, sin pedirlo, sin siquiera saberlo, sirviendo de factotum para proyectar los dogmas de quien habla. Hay quienes están convencidos que Barrondo es un ejemplo inmejorable de por qué es posible lograr lo que uno se proponga si hay voluntad, de por qué no hay necesidad de escuelas, alimentación, carreteras, programas para la juventud. Barrondo es el mejor ejemplo de que quienes fracasan y no logran una medalla en la vida es por huevones.
Y están los otros, los que se convencieron de que si hubiera todo lo otro, todos los beneficios de un país que funcione, habría, no uno, cien o mil Barrondos en los deportes y tantos otros campos.
En medio de todo esto está Barrondo, que además tiene el peso de tener que vender hamburguesas, cerveza, aguas gaseosas y cuánta cosa pueda empujar a los consumidores colgándose del éxito del atleta.
La presión es toda para él. La sociedad en pleno le apoya, pero más que un apoyo, cuando la gente sale a la calle y lo encumbra, la sociedad espera que haga el milagro, que tenga la fórmula para cambiar el rumbo de las cosas. Que acabe con la violencia, que mejore la educación, que suban los sueldos, que baje la gasolina.
Ojalá aguante la presión y tenga más en su arsenal que la frase de no hay que esperar que el Sol lo encuentre a uno.
Y si no, tampoco pasa nada. Si algo tienen los guatemaltecos es que son embelequeros. Suben a sus héroes más rápido que la espuma de la cerveza, pero los olvidan con tanta más velocidad.
Carlitos Peña, Heydi Juárez, Manuelito Teletón, Viñals y Mateo Flores pueden dar fe de lo que dura la efervescencia de la fama y en su aritmética personal sabrán si Guatemala ha pagado bien o mal.
Los guatemaltecos son olvidadizos, para lo bueno y para lo malo. Se olvidan pronto de sus héroes pero tampoco son memoriosos cuando se trata de recordar a sus villanos. Un poco como las gacelas que van al agua una y otra vez, aunque en cada ocasión una quede atrapada en las fauces del cocodrilo.
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