Lo inspirador: haber tenido la breve fortuna de sentir en Central Park, el jueves último, una caricia en los tímpanos por el recio terciopelo de un tenor… Allí estaba él, Andrea Bocelli, con sus párpados perennemente adormecidos y la cabeza ya laureada de hebras argentinas; allí, con esa majestad sonora que solo emana de un puñado de mortales a lo largo de los siglos. Era de noche y lloviznaba: era aquello un campamento, con el otoño anunciado en la transfiguración sedosa de corrientes de aire frío por las que navegaban las cadencias resonantes de la Filarmónica de Nueva York. Y de pronto me concebí como una iteración del Cancerbero hipnotizado tras las notas de un Orfeo renacido: la rabia de la bestia derrotada por el genio melódico del héroe.
Con los años, pocos o muchos, Carmen, quizá yo me haya vuelto inmune al síndrome de Stendhal; es ya poca la belleza que me arroba hasta las lágrimas… Pero Bocelli consiguió que recobrase cuanto de humano hay en mí todavía, y entonces lloré. Lloré porque me bullía por dentro un caldero de emociones antitéticas. Lloré porque lo sublime no es etéreo, sino deletéreo por efímero. El capricho de lo estético se envuelve en el misterio de su esencia: es volátil y voluble, pero sus efectos se palpan en la física de los ojos, en la secreción de adrenalina, en la electricidad de la sinapsis, en la diástole y la sístole de un músculo muy cruel… En una palabra: sinestesia.
La parálisis llega también. Pero no por el placebo de las artes, sino por la vileza abominable de una muerte en Nueva Jersey. Leo con incredulidad y con horror que un compatriota, Antonio Chiroy, fue cobardemente asesinado, según todos los indicios, por una manga de gamberros. Es atroz: son casi unos niños (el menor de sus atacantes tiene apenas 14). Si tal lo confirma el juez, yo me pregunto qué clase de malevolencia puede morar en un corazón tan joven para cometer semejante crimen. Qué clase de resentimiento por un desconocido cuyo único crimen consistía en trabajar de sol a sombra para mantener a su familia en Guatemala… Los crímenes de odio son crímenes contra la humanidad entera, por cuanto en cada víctima está representado un grupo segregado de personas. Y, entonces, el desconsuelo: ni siquiera en estas latitudes existe intacta la concordia social (¡muy lejos de ello!), y muy a pesar de su sinfonía de culturas.
Quiero anteponer a esta barbarie el optimismo, pero no puedo. ¿Por qué el destino y sus ironías se presentan de maneras tan descaradas en esta vida, Carmen? Antonio Chiroy vino a este país porque el suyo, el nuestro, lo había vomitado de su suelo por carencia de oportunidades. Qué lejos estaba de saber que lo que en realidad le esperaba en esta tierra no era un sueño de bonanza: era un acta de defunción, producto de la inquina irracional. Marginado en este país como en el nuestro, Chiroy pasó por este mundo sin haber conocido la justicia. ¿Por qué a unos la vida les sonríe con todos los dientes mientras que a otros tan solo les muestra los puños? ¿Por qué, Carmen, por qué?
Y para añadir injuria al insulto, Guatemala tiene ante sí dos opciones de gobierno que son, en realidad, dos cabezas de un mismo monstruo bicéfalo. La elección se dará entre el espectro de las muertes pasadas y la promesa de las muertes por venir. Amnesia: qué fácil olvidamos los fusiles y las botas.
Un abrazo de mi isla a la tuya.
Ramón
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