Menú agrandado y un postre. «Que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosas buenas», pensé, sin muchas ganas.
Al momento de sentarme y dar la primer mordida, veo a la nena de unos dos añitos que está en la mesa de atrás. Ojos enormes, vestido blanco y colochos sueltos. Me saluda con sus manos regordetas, de esas que en vez de nudillos tienen hoyitos, mientras sonríe con escasos dientes. Respondo el saludo con toda la amabilidad que me queda después de un día como este. Sonríe. Se distrae un rato y vuelve a sonreír, saludando. Le correspondo cada vez.
Se pasan 10 minutos y la nena llora. No quiere comer más. La entiendo: le compraron una hamburguesa igual a la que me comía yo. Y, seguro, no le cabe. La lucha continúa: la nena grita, inconforme, violentada. La mamá le regaña, obligándola a comer. La nena llora más fuerte.
¡Nena, no llorés! –exclama la madre, molesta–, mirá que la gente va a creer que te estoy haciendo algo, no grités. Comé y no seás clavera.
Clavera.
Se me subió la indignación y me cerró la garganta. Debí decir algo. Debí defenderla. Debí hablar. Pero no hice nada. Fui cobarde. Calladita, bonita.
Tres gritos y dos nalgadas después, me limité a verlas salir del restaurante con las sobras de hamburguesa en mano. Clavera. Traté de tragarme la impotencia con lo que me quedaba de Coca Cola, pero no pude. El malestar sigue aquí en mi garganta.
Y, de pronto, lo entiendo: soy mujer. Soy una mujer guatemalteca. A mí también me enseñaron a tolerar la violencia y a callar.
Mujer guatemalteca. Expresar mi malestar y aversión ante el abuso son vergüenzas que no me puedo permitir. Calladita más bonita, en silencio y sonriente, flojita y cooperando, porque las nenas educadas no protestan.
«Que el que te quiere te aporrea», es un dicho muy chapín.
Calladita. Pienso también en los monumentos nacionales pintarrajeados por las feministas que protestan y cómo estos son evidencia de tantas veces que nos mandaron a callar. «Que esas no son maneras», dicen los sordos. Pero es que los silencios sólo se rompen con gritos y la indignación como trueno en oreja que se niega a escuchar.
[frasepzp1]
Bonita. No hace mucho y por primera vez en mi vida adulta desde que murió mi también violento papá, recibí una considerable gritada. Recia, inapropiada, pública y escandalosa. Era la primera vez que él me gritaba. Me quedé atónita. No hice nada más que verlo: casi dos metros de gritos furiosos. Primera vez que también fue la última. Y digo esto con toda seguridad: fue la última porque me lo prometí a mi misma. No lo permitiré de nuevo. Nunca.
Pero –además de la posterior promesa–, no hice nada. Nada. Esto es lo que realmente me preocupa. Me preocupa y conecta con tantas otras primeras veces: la primer mirada de desaprobación injustificada que recibí al expresar mi deseo de continuar estudiando en la universidad después de embarazarme. El primer ataque de celos que le aguanté a mi novio de la adolescencia. El asco que sentí a los once años cuando un familiar me vió libidinosamente por primera vez. El primer empujón retador que recibí de mi «amado» cuando se agotó el diálogo conciliatorio. Y la primera vez que mi amigo –el macho– me sugirió que no siga estudiando «porque eso intimida los hombres y vos ya estás complicada para conseguir otro marido».
Silencio sepulcral seguido por el asqueroso sentimiento de impotencia ante el abuso. Abuso al que se me enseñó responder con una sonrisa. Porque la educación no pelea con nadie. Porque es lo que las damas hacen. Porque ver, oir y callar. Porque callar y tragar la indignación. En silencio aunque envenene. Porque es lo que te toca, mujer, desde la primera vez.
Asco. La indignación me sabe tan familiar que casi puedo decir que me he vuelto catadora profesional. Asco por el país tan machista. Asco por los patrones heredados, asco ante mi silencio cómplice: los acontecidos en mi contra y en contra de esta nena a quien maldije con mi silencio.
Las omisiones también son pecado, lo aprendí hace 35 años en mi Primera Comunión. Alguna vez fui una nena de blanco que en completo silencio y sonriente aceptó un sistema que la oprime, atraganta y obliga a permanecer calladita y bonita ante el abuso.
Texto dedicado a los vecinos de Cristina Siekavizza. A ellos y a todos los que –más de alguna vez– decidimos quedarnos callados.
Continuará.
Más de este autor