Mis papás se casaron jóvenes para luego pelear mil veces y divorciarse. Algunos años después volvieron a casarse –ambas en secreto– tal vez porque sabían que nadie —ni siquiera nosotros, sus hijos— estaríamos de acuerdo. «Yo lo amo, y a ustedes ¿qué chingados les importa?», dijo mi mamá la última vez y tenía toda la razón. No necesitaban de nadie más en ese tango enredado que bailaron por más de 50 años.
Los recuerdo sentados lado a lado en la cama del hospital. Ella reclamaba:
—Viejo, ¡cómo te fuiste a enfermar!
Él, con la voz más dramática del mundo, respondió:
—A ver si no me pelo hoy, vos. Los 25 de noviembre son fatídicos.
—Dejá de hablar babosadas, aún no te toca, pero ¿por qué fatídicos?
—Un 25 de noviembre de 1945 se casaron mis papás…
—Ah, vos ni habías nacido. Y si eso no hubiera pasado, ni existirías— le respondió mientras le acomodaba la almohada.
—También es aniversario de la muerte de mi papá, 33 años de casados cumplían ese día…
—Ah, superalo. Ya pasaron como cien años de eso– lo invalidó.
Él suspiró, viendo al suelo:
—Y en una fecha como esta fue que vos y yo nos hicimos novios hace exactamente cuarenta años…
—Eeeeeeso ni me lo recordés, porque eso sí que fue fatídico — sentenció mientras le acariciaba la cabeza pelona con ternura— Además, hoy es 26. Si te vas a morir, que sea el próximo año.
Diez años han pasado ya de la muerte de mi viejo y la costumbre sigue siendo más fuerte que el amor. Con toda la certeza que me da el tiempo, puedo decir que como herencia recibí esa forma torpe, testaruda y persistente de amar. Ese amor que se enoja, se hiere, se ríe y se queda.
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El buen Salvador Minuchin, padre de la psicoterapia familiar estructural, decía que cada familia tiene una organización invisible que determina cómo se ama, cómo se pelea y cómo se sobrevive. Los abrazos (tanto como lo pijazos) son patrones relacionales heredados, transmitidos sin palabras, casi como el tono de voz o la manera de mirar. Y ha de ser por eso que miro a mis padres y me reconozco: en su ironía, en sus silencios, en esa mezcla de cariño y fastidio que los mantuvo unidos, inclusive cuando estaban separados. Crecí viéndolos amarse de esa forma agridulce que confunde cuidado con cansancio, compañía con costumbre, y amor con resistencia.
En terapia veo a muchas parejas que repiten los mismos guiones sin saberlo: se aferran a la costumbre aunque duela, se habitúan a la ausencia, al reclamo, a la distancia emocional. Como si el amor —ese que alguna vez los encendió— hubiera mutado en un destino ineludible y fatal. Sé también que, en el fondo, lo que buscan no es sufrir, sino recrear el modelo afectivo que conocieron como «normal» (entendiendo que normal y sano no son sinónimos). En este sentido, Minuchin y yo decimos que esos patrones no son destino, sino una estructura que debemos reconocer para poder transformar.
Seguramente por eso es que mi mayor miedo en el amor no es el abandono, sino el hastío. Ese punto en el que la relación se convierte en rutina. Donde los silencios pesan más que las palabras y la compañía se siente como una forma domesticada de resignación. Temo inmensamente llegar a ese final amargo que vi tantas veces: cuando el amor ya no duele porque simplemente se acabó la gana de sentir.
Quizás hay algo profundamente humano —y trágico— en elegir quedarse, incluso cuando el amor ya no arde. Quizás por eso la frase me parece tan certera: la costumbre es más fuerte que el amor… porque es lo que queda cuando el sentimiento se gasta y lo que permanece es el acto simple —y sacrificado— de quedarse.
¿Por qué nos quedamos? La psicología tiene un concepto brutalmente honesto: la costumbre al malestar. Es ese fenómeno en el que los patrones relacionales dolorosos se vuelven tan familiares que dejamos de cuestionarlos; el cuerpo los reconoce, la mente los normaliza y el corazón los confunde con pertenencia. No nos quedamos por amor: nos quedamos porque sabemos movernos dentro de ese dolor como si fuera nuestro hogar.
En un país donde nos enseñaron a aguantar, a callar, a sobrevivir incluso lo insoportable, no sorprende que también aprendamos a quedarnos en relaciones que duelen. En fin, la pregunta no debería ser ¿por qué nos quedamos?, la pregunta correcta debe ser: ¿qué parte de nosotros sigue encontrando sentido en ese quedarse, aun cuando duele tanto?
Y tal vez la respuesta sea la más humana de todas: porque el amor no siempre sana, pero la costumbre siempre abraza.
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