Hoy quise llamarte para contarte que —al fin— le dieron estrella en el Paseo de Hollywood Boulevard a Los Bukis. Quise contarte eso y recordarte aquella broma del «Segunda Venida Tour» que tan blasfema y chistosa te resultaba, pero me abstengo. Llamarte implica revolver un pasado que ya no quiero que regrese. Dejaste (repentinamente) mis brazos un amanecer por dudar (infundadamente) de mi verdad. Y creo (con toda la certeza de mi alma) que no hay estrella que reviva la complicidad después de eso. Los años han pasado y no sé si aún se te eriza igual la piel, pero trato de no pensar en ello. Me martiriza la idea recurrente de jamás volver a sentirme tan enamorada como en ese tiempo: la calidez del tacto, el secreto a voces, las chispas en la mirada.
En fin, es El Buki quien me acompaña esta noche en la que te extraño con todo lo que tengo y soy. A estas alturas, la cábala no trae buenos augurios para esta señora que hoy replica obsesivamente cada detalle del tiempo compartido solo para no olvidar: la rockola a reventar en decibeles, la mesa de melamina roja y las gotas de frío que escurren del litro de cerveza recién abierto.
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«Sos lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo», me dijiste varias veces mientras me mirabas a los ojos. Y genuinamente te creo, porque me esmeré como nunca en ser inolvidable. En pleno uso de mis facultades, elegí meterme al enorme torbellino que predije en el exacto momento en que me estrechaste la mano esa primera vez: —¿Te animás a mezclar negocios con placer?
Nunca te dije (pero lo hago ahora) que ese tiempo juntos me removió anhelos ancestrales: anidar, recolectar, emparejar. No sé si es válido decirlo a estas alturas, pero yo te quería. Te quería para ver una serie en Netflix los martes en la noche, bajo mi edredón de plumas. Yo los poporopos con extra sal; vos, la perfecta almohada de pelo de pecho canado. Te quería para caminar juntos los pasillos del supermercado los jueves, mientras yo elegía la fruta y vos buscabas distraídamente la tarjeta de membresía prepagada. Te quería para la vida, pues.
Compartir los clavos, multiplicar las risas, restar las soledades y sumar los cuerpos. Esta vida y sus cuentas dejaron de cuadrar después de esa terrible duda que me regalaste. Ahora solo queda el anhelo, la imaginación, lo que fuimos y lo que pudimos ser.
Tiro al aire la melena colocha —tal y como lo hace El Buki para añadir dramatismo a una estrofa específica—: «Ya no me mandes decir que no me quieres perder, ahora ya es muy tarde si quieres volverme a ver».
Y si me vieras ahora, soy una mujer más cauta y menos aventada que en ese entonces. Recuerdo la sensación peligrosamente liberadora de cuando salté a tus brazos sin pensarlo, con todo el deseo y en pleno conocimiento de hecho. Ahora no sé ni qué hacer con las ganas de llorar o las veces que quiero discutir con vos sobre cualquier cosa: que si tu equipo de fútbol perdió y eso te deprime, que si los hobbits son un montón de enanos codependientes, o sobre lo que habremos de comer este sábado que visitemos a tu papá.
Le puse diez fichas a la rockola para escuchar esta misma canción hasta que el sentimiento se muera. Ya no le demos vuelta a este asunto que nació y muere siendo una muy arriesgada apuesta. Estaba cantado: en esta lotería no hay premio y —después de todo— quiero ser más afortunada en el amor que en el juego a partir de hoy.
Doy el último lengüetazo a la orilla espumante del vaso con desgano, pensando en aquellos tiempos en los que visité este lugar en tu compañía, inventando lo que un día pudimos ser.
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