Neurológicamente hablando, el cerebro de un humano, eso que nos diferencia del resto de los animales, no está maduro al nacer (tendríamos que ser gestados como 25 años para eso) y termina de crecer, conectarse y estar listo hasta una edad adulta joven. Las neuronas primero hacen todas las conexiones posibles entre sí. En la adolescencia hay una especie de poda de rutas poco utilizadas, que es lo que hace que tengamos esos cambios de humor tan espantosos y que esta etapa sea la que nos determine en mucho la personalidad. Ya como por los 20 años al fin hacemos conexiones con la corteza prefrontal, allí donde se asientan el juicio y el sentido común, si bien nos va. Por eso es que cualquier droga, incluidos el alcohol y el tabaco, tiene consecuencias tan nefastas en los jóvenes, pues alienta el uso de áreas estimuladas por estas sustancias y crean conexiones defectuosas o al menos desviadas. Es interesante que el uso de dichas sustancias durante la madurez no tenga estas consecuencias (en circunstancias de no abuso y con ciertas drogas), salvo los psicodélicos, que sí alteran ciertas conexiones cerebrales en la gente mayor.
La plasticidad del cerebro nunca se pierde, pero sí se va olvidando. Y es que creemos que a los 40 o más años ya lo sabemos todo. Tenemos nuestra rutina de pensamientos, y salirnos de esos caminos bien andados requiere un esfuerzo grande, que probablemente estamos utilizando en trabajar para comer. El problema es que esa rutina y esa complacencia en pensar «así soy y ya no puedo cambiar» perpetúan ciertas actitudes y costumbres que nos pueden dañar. Hasta pueden tener como consecuencia que el cerebro, al no recibir una orden de esforzarse, se vaya haciendo cada vez menos eficiente y terminemos como viejitos cascarrabias gritándoles a las nubes.
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La terapia, la meditación, el ocuparse en cosas nuevas y simples ejercicios de agradecimiento nos sacan del hoyo de lo cotidiano y nos ayudan a cambiar de mente. Agarrar un libro con un tema que se salga de nuestro día a día, hablar con gente nueva, escuchar ideas distintas también nos abren la posibilidad de otras formas de pensar. ¿Qué nos hace creer que la nuestra sea la única y mejor manera de ver el mundo? ¿Cómo podemos estar seguros de que lo entendemos? ¿O incluso de que nos entendemos a nosotros mismos?
Hay momentos críticos que requieren un replanteamiento de nuestra cosmovisión. Como el de ahora. Un mundo que nos espera y que definitivamente no será el mismo que cuando entramos a nuestras casas. Hasta el hecho de ver gente con máscaras en la calle resulta extraño y nos hace replantearnos las interacciones. ¿Ya se pusieron a pensar cómo van a ser las fiestas de nuestros hijos en un futuro cercano? ¿Cómo se van a dar su primer beso? ¿El hecho de tocar una mano o de darse un abrazo? Adaptarnos para que las nuevas circunstancias cubran nuestras más primordiales necesidades de socialización y contacto humano va a necesitar que primero abramos la mente. Y debemos hacerlo ya, pues todo se nos vino encima demasiado pronto y ya no nos quedan décadas para hacer ajustes.
No sé qué nuevas habilidades se vayan a necesitar en el tiempo que viene. Sé que necesito volver a tener la mente moldeable y abierta, porque no quiero quedarme atrás. La brecha generacional entre mis hijos y yo por el simple hecho de los años que les llevo ya es suficientemente grande.
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