Todos los de mi bando tenemos la razón absoluta. Todos somos genios y todos somos santos. Los que osan opinar diferente de inmediato son ridiculizados. Nos gusta, aparentemente, lo absoluto. Y, como cada vez obtenemos nuestra información de forma más inmediata, hemos perdido la buena costumbre de cuestionar nuestras fuentes. Además, nos alimentan los gustos. Basta con hacer una búsqueda inocente de cualquier producto para luego ser bombardeado con anuncios para eso mismo en todas las plataformas posibles.
Los grupos de opinión en los que se está dividiendo la sociedad se asemejan cada vez más a cultos religiosos con dogmas incuestionables. Pregúntenle a cualquier vegano acerca de la carne de animales… En una época en que la gran mayoría se cuestiona lo indiscutible de profesar una religión tradicional, cambiamos esa necesidad de creer en un poder superior por la de creer en el poder de —inserte aquí cualquier -ismo que le guste—. Lo más pernicioso es que nos metemos cada vez más profundo en el pozo de nuestras convicciones, ayudados en el camino por el siguiente video que se nos ofrece, por el siguiente post que salta y, sí, hasta por las noticias compartidas por las tías en WhatsApp. ¿Tenemos la intención de hacerles la comida a nuestros bebés recién nacidos y de no comprar compotas? De ahí a toda la explicación científica de por qué las vacunas causan autismo solo hay un par de clics. ¿Nos cuestionamos las intenciones del Gobierno, como debe poder hacer cualquier ciudadano normal? Bienvenidos al mundo de las teorías de conspiración más extravagantes de nuestra historia.
Pareciera que hubiéramos apagado el hemisferio derecho de nuestros cerebros, el que piensa en conjuntos, interpreta las sutilezas y busca patrones. Caemos en una sociedad dirigida casi exclusivamente por el hemisferio izquierdo, que es el dueño del lenguaje y de la especificidad y que se cree el tirano designado de nuestros pensamientos. Este hemisferio es el que opina sin saber, acusa sin considerar y cree sin discutir.
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La sociedad ha atravesado momentos así en otras ocasiones. No sé de ninguna que haya terminado en un campo de flores, solo en cementerios masivos.
Desde el punto de vista de alguien a quien le gustan las cosas en términos absolutos, entiendo lo seductor que pueden ser las posiciones radicales. Dan la sensación inequívoca de tener la razón. Quitan el peso de buscar pruebas para fundamentar las creencias. Nos identifican con un grupo igual de intenso. Y dan seguridad. Abrirse a dudas es aceptar la entrada de la insatisfacción que da el decir, con toda entereza, «no sé». A nadie le gusta admitir que ignora algo. Todos queremos formar parte de la conversación de turno, tener una opinión que sea escuchada y quedar bien con las personas que nos siguen. El sentido de pertenencia es muy fácil de alimentar cuando decimos amén a todo lo que propone el colectivo.
Aunque yo también encuentro un descanso en tener una tribu con la que sé que concuerdo, le tengo pánico a cualquier idea que tenga que tragarme sin siquiera haberla masticado antes. Les huyo (tal vez la única ocasión en la que corro) a las declaraciones de apoyo incondicional. Y respeto profundamente a todo el que en estos tiempos osa alzar su voz en contra de las ideas aceptadas en forma general. Valientes personas que afrontan el ridículo. Extraños tiempos en los que es más aguerrido expresar dudas que certezas. Pero eso es lo que nos ha tocado vivir. Y de esto sí tengo pruebas.
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