Al principio me pareció una bendición: soy muy despistada y nunca reconozco a nadie. La mascarilla era mi excusa perfecta para no saludar. Pero conforme pasa el tiempo me hace más falta ver el rostro de mi interlocutor. Se pierde toda la lectura de gestos que acompaña el lenguaje puramente verbal y es poco probable identificar si alguien está de buenas o no.
Hay artefactos que cambian radicalmente nuestra forma de relacionarnos y que pasan desapercibidos por ser de uso tan cotidiano. El espejo, en el ejemplo que quiero ilustrar, es un invento relativamente reciente. Hasta hace poco teníamos que conformarnos con reflejos en el agua. Es mucho más tarde cuando surgen cosas como metales bruñidos. La fidelidad de la imagen a la que estamos acostumbrados los humanos modernos no ha sido lo común en nuestra historia. Más que depender de objetos para vernos, nuestra identidad fue alimentada de la observación de los demás, de una identificación con el grupo de pertenencia. Cualquier variación destacaba profundamente la separación de la tribu y probablemente era considerada como algo malo. Eso también influye en que el exilio de la tribu fuera uno de los castigos más crueles que se podían imponer: no solo se mermaba la posibilidad de supervivencia, sino que se quitaba parte de la identidad.
Habría pensado, antes de este año, que uniformar a todos con un trapo sobre la cara y eliminar muchos puntos de diferenciación nos haría sentir más unidos. Si todos nos vemos igual, pues todos somos iguales. Pero no. Ocultar el rostro despersonaliza, nos separa del otro, simplemente porque no podemos identificarnos en él. Además, cuesta sentir empatía si no sabemos qué está sintiendo. Los humanos normalmente identificamos las emociones de los demás a través de sus microgestos. Sin estos es muy complicado saber si la otra persona está feliz, triste, enojada, aburrida… Es el equivalente a solo escribir mensajes de texto, que carecen de inflexión de voz y en los cuales es casi imposible saber si el comentario es sarcástico o no.
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Recientemente vi cómo opera esta separación de los demás. Una señora mayor estaba parada en un baño público, claramente confundida. Incluso, pedía ayuda para encontrar la salida con voz débil y angustiada. Pasaron más de cinco personas a su lado sin acercarse a ayudarla. No las juzgo. Es complicado decidirse a tener contacto con extraños, pues todos tenemos miedo. Las mascarillas nos permiten ser anónimos. Quitan la necesidad de ponernos el traje de amables a la vez que les quitan el rostro a los demás. Es el equivalente a usar una cuenta anónima para decir todo lo que nos daría pena que supieran que es de nuestra autoría. O a manejar como si jamás nos hubieran enseñado a ser corteses. En ambos casos no hay una persona visible, con rostro que identificar, y eso nos da libertades que no son necesariamente edificantes.
¿Qué tipo de expectativas tendrá toda la generación de niños que está creciendo en estas circunstancias? ¿Cómo se van a aproximar a extraños? En son de broma, pero con un poco de preocupación velada, me pregunto si alguno de mis hijos se atreverá a besar a alguien que no conozca, no porque le dé pena, sino por miedo de contagio.
Me acerqué a la anciana y la dirigí hacia la salida. Su esposo la estaba esperando afuera, preocupado porque ella se tardaba mucho. El impulso de ayudar a extraños es un animal en peligro de extinción que espero que resurja cuando nos quiten las mascarillas en un futuro no lejano. O tendremos que conformarnos con perder una parte de nuestra humanidad. Al menos tendremos excusa para no saludar a la gente que no queramos.
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