Cerca de la entrada estaba la cabina donde se controlaba el sistema de sonido. Uno de los agentes lo apagó y de inmediato la muchedumbre gritó enfurecida. Alzaban sus vasos de cerveza. Otros las botellas oscuras, derramando líquido y espuma sobre las mesas de vinilo rosa.
Los encargados vestían de vaqueros. Era una noche de evento especial. Por eso la habíamos escogido. Cinco días de seguimiento policial, con agentes al tanto de cada movimiento, habían dado frutos. Sabíamos que los peces gordos del negocio estarían ahí ese día.
Tomé a uno de los dueños y registramos el lugar. El primer nivel estaba lleno de clientes, hombres llenos de hormonas y alcohol, que esperaban cumplir con un ritual de su especie. Subimos al segundo nivel y ahí estaban las mujeres. Les pedimos que se vistieran.
Cuando la clientela había sido registrada, empezamos a evacuarla. Sólo nos quedaron las chicas y los empleados. A ellas, las fuimos entrevistando los dos fiscales que asistimos. Para ello, escogí una mesa, con las sillas limpias y un servilletero en medio. Ahí las iba llamando. Una por una contando su historia, que tiende a ser la misma: una radiografía de la ausencia del cariño.
Había una que llamó la atención de los agentes. Era alta, morena, con el pelo trenzado y teñido de rubio. Tenía las caderas voluminosas. Cuando tomó asiento, descubrí a más de un policía mirándola con lascivia. Ella los ignoraba.
Hablamos durante una media hora. Me contó todo acerca del negocio y también de su vida. Tenía tres hijos en su país. Yo anotaba lo más importante en una hoja de papel español, y ella miraba mi chaleco con el escudo institucional, con sus ojos maquillados y sus pestañas postizas.
Cuando terminamos la entrevista, hablamos de lo que pasaría con ella. No era la primera vez que era rescatada de un sitio así. Lo entendía a la perfección. Nadie podría sentirse capaz de vivir una vida normal, cuando llevas a cuestas tanta tristeza. El peso de todos los tipos desconocidos, que borrachos se montaban sobre ella para que los hiciera sentir hombres.
Seguramente la repatriarían. Y también era cierto que regresaría de inmediato a este país. Debería tramitar su residencia, le recomendé. Ella sonrió. Eso es sólo para los que tienen dinero, me dijo, con su voz femenina, casi susurrante.
Sostenía su mirada sobre mí durante largos períodos, como examinándome al detalle. Sonreía cuando le hablaba. Usualmente, cuando uno entrevista a una víctima de explotación sexual, tienden a ser así. Es la única forma de comunicación que conocen con el género. Por eso, uno debe tener precisión quirúrgica para hablarles. Salvando distancias entre autoridad y víctima, entrevistador y testigo. Pero ella pasó de eso.
Me miró y en sus ojos brillaban reflejadas las luces del local. Se acercó a mí y en voz baja, me dijo: “Mirá papito, tú me gustás, te deberías casar conmigo”. Me sacó una sonrisa breve. “No creo que eso sea posible”, le respondí.
“Yo sí: y te voy a explicar por qué. Ahorita sentí algo con vos. Y una sabe diferenciar las cosas. Yo conozco todo tipo de hombre, grande, chico, gordo, flaco; ya lo probé todo. Así que cuando digo que alguien me gusta, es porque es cierto. Además, vos te mirás un poco triste, yo te podría cuidar y si te digo que te quiero es de verdad. No voy a andar pensando en otros, porque ya todo eso lo probé”. Cuando terminó de decirlo, sonrió y se acomodó en la silla, mirándome, como si acabase de lanzar un dardo y esperara a que la herida sangrara.
Acababa de dar en el blanco. Me desarmó. No pude responder, sino con la misma breve y estéril sonrisa. Los policías me miraban. Ella también. El bar estaba vacío. Ya habíamos terminado la entrevista.
“Usted es una buena persona”, le confesé. Ella sonrió, como sabiendo que ocultaba cosas. Tenía razón. Por un momento sentí que había visto dentro de mí. Pero no puedo permitirme perder la postura. Mi función ahí era de rescatarla y aprehender a los responsables.
Y así lo hice. Ella se fue junto a las demás mujeres a un albergue de protección, mientras el proceso de repatriación estaba listo. Yo llegué tarde a casa, después de la audiencia en el juzgado. Era de madrugada. No tenía sueño.
Me serví un trago y me asomé al balcón. La ciudad era todavía un animal dormido. Pronto sería la mañana de un sábado. Uno que me encontraría pensando en lo mucho que puede unir a las personas el dolor.
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