Ambos hechos ocurrieron en 1981. El caso, a pesar de ser un recordatorio del terror que nuestra sociedad sufrió, también es una extraordinaria historia de amor, pues la madre y las hermanas de Marco Antonio han conducido por casi 40 años una infatigable búsqueda de justicia y verdad.
Como a cualquier persona, se me acaban los adjetivos para describir una atrocidad de esta naturaleza. No obstante, como abogado no: se trata de crímenes de lesa humanidad. Los crímenes de este tipo son ataques dirigidos contra la población civil de forma sistemática y que, en general, se extienden más allá de incidentes aislados de violencia o de delitos cometidos con fines puramente privados. Se refieren a los actos más atroces de violencia y de persecución que haya conocido la humanidad. Por esa razón, su prohibición está dentro del selecto catálogo de normas ius cogens. Típicamente, estas normas son consideradas como el reflejo de valores universales que no admiten acuerdo en contrario. En palabras de la profesora Mary Ellen O’Connell, son «normas éticas superiores». La prohibición de la esclavitud, de la tortura, de los crímenes de lesa humanidad y del genocidio son de las pocas normas universalmente consideradas ius cogens.
Negar o desconocer estas normas implicaría que un Estado estuviera refutando valores universales.
Por lo anterior, el contenido, la naturaleza y las condiciones para establecer la responsabilidad de un crimen de lesa humanidad son determinados por el derecho internacional, independientemente de lo dispuesto en el ordenamiento jurídico de los Estados. En ese sentido, una de las consecuencias jurídicas que se derivan en el momento en que ocurre uno de estos crímenes es que son imprescriptibles. Es decir, no es posible la extinción de la pretensión punitiva del Estado por el transcurso del tiempo. Eso ha sido así desde diciembre de 1945, cuando el Consejo de Control Interaliado aprobó la Ley 10 para el enjuiciamiento de los crímenes de la Alemania nazi. El artículo II establecía la imprescriptibilidad de estos delitos.
Que en pleno siglo XXI un abogado sostenga seriamente que los crímenes cometidos contra Marco Antonio y Emma Molina Theissen han prescrito es, en el mejor de los casos, barbárico. Inexcusable para un abogado defensor, por incauto que sea. Tristemente, eso es precisamente parte de los argumentos esgrimidos por la defensa de las personas acusadas. Ahora bien, que un integrante del cuerpo diplomático de nuestro país afirme semejante despropósito me supera.
A finales del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX era común referirse a la comunidad internacional como el «concierto de naciones civilizadas». Esta expresión cayó en desuso en la segunda mitad del siglo XX, pues utilizarla implicaría que hay naciones incivilizadas. Visto lo visto, quizá se explica por qué existieron —y quizá todavía existen— personas que consideraban incivilizado nuestro país.
Cumplir y hacer cumplir normas ius cogens es hacer prevalecer la expresión más evidente y poderosa de la conciencia jurídica de la humanidad. Gracias a la inmensa dignidad de la familia Molina, nuestro sistema de justicia tiene esa oportunidad.
Los tribunales de justicia tendrán que establecer la responsabilidad penal de los acusados, y en juicio deberán presentarse las pruebas correspondientes para condenarlos o absolverlos.
Nuestra incipiente y maltrecha democracia avanza lentamente hacia la consolidación de un Estado de derecho. Y para ello la justicia debe llegar como un impetuoso y refrescante arroyo. Por el bien de todos, las cortes del país deben dejar de ser ese desierto que ha sido para Marco Antonio y la familia Molina.
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