Estoy alerta, pero aún no salgo de ese breve lapso de adormecimiento que sobreviene antes del despertar. Es casi como una duermevela pero más ligera, como un sueño en el cual estás al tanto de la realidad, sólo que la procesás como si fuera un sueño. Es el momento de las grandes ideas, de los terrores ancestrales.
Quizá por eso decidí que sería más beneficioso dejar la autopista, que transita a lo largo de una sinuosa hipotenusa entre ese McDonald’s y mi destino, y tomar los caminos rurales, trazados con una regla implacable.
Opté por transitar por esos catetos que de tan imposiblemente rectos parece como si Moisés hubiera partido incontables veces ese océano de campos de maíz y soya para hacer las carreteras rurales del norte de Indiana.
A mi izquierda se levanta el Sol. Es una bola de fuego naranja que hace hervir el rocío en las hojas de maíz. El calor comienza a subir violentamente y produce unas nubes que durante los tres o cuatro minutos que tardan en evaporarse por completo son fantasmas rojizos que flotan sobre los campos.
Y mientras esos efímeros espectros abandonan la milpa transgénica, mecanizada, hiperproductiva de estas interminables planicies, pienso en otro campo envuelto en nieblas.
Es en algún lugar de Chimaltenango, hace años ya. Con R. nos había dado una obsesión por exorcizar nuestros demonios mediante visitas a circos de provincia. Este circo en particular estaba en un pueblo de Chimaltenango, a unos dos kilómetros de la carretera, antes de llegar a El Tejar.
De esos que son tan pobres que la carpa tiene más remiendos que lona, los zapatos del payaso son unas bototas para nieve que encontró en una paca y hay días que tienen que decidir si come el tigre o comen los payasos.
Esa tarde, la niebla envolvía la carpa, las jaulas, las caravanas que sirven de vehículo y vivienda a estas familias trashumantes. Y allí, en medio de la neblina, apareció un maestro seguido por una fila de niños de diez o doce años. Detrás de ellos, cientos, miles de pequeñas huellas en el camino lodoso entre la escuela y el terreno baldío donde alguien dejó instalar el circo.
Adentro de la carpa el payaso, que también era piloto de una motocicleta pedorra dentro de la esfera de la muerte, tentaba a la muerte dándole latigazos a un tigre tan hambreado que podría haberse comido sin problemas a todo el cuarto grado primaria de esa escuela rural mixta. Afuera, dentro de uno de los carromatos el otro payaso rajaba el ocote con el maestro.
El viejo, con una barba de cuatro días mal ocultada detrás del betún blanco del maquillaje de payaso triste, le entregaba un molote de billetes de a quetzal al maestro. Su tajada por traer a los niños a la única función del día.
Supongo que sólo un maestro rural es más pobre que un cirquero de provincia y que, en esa lógica, alguna justificación habrá en sacar una comisión por llevar a los niños al circo.
La necesidad de rebasar una cosechadora, grande como una casa, me hace despertar por completo y volver a la realidad de la visita a mi familia en Indiana.
Fueron nueve días maravillosos con mis hijos, mi mamá, mi cuñado, mis hermanas y mis sobrinos que no paran de multiplicarse. Días empapados de sudor, cerveza, risas, juegos de video y montañas rusas. Tenía tiempo de no reírme tanto y de tanta gente al mismo tiempo. Creo que ellos igual.
Y estoy atravesando el campo de Indiana con la nostalgia de haber dejado a los chicos en O’Hare, en camino a Guatemala.
Dentro de unas horas me llegará un correo que me informa que el ministro de gobernación fue recibido a pedradas cuando iba a enfrentar a los estudiantes, a defender el honor de la ministra de educación, esa fémina que estaba siendo retenida por una turba de malandros.
Me imagino a Mauricio López, tirando la mochila y la lonchera al piso, abriéndose la camisa apresuradamente para revelar una playera BVD o McGregor, sus cuates agarrándolo, diciéndole “tranquilo mano, tranquilo vos, no te des verga con esos choleros” y él diciendo: “nel mano, es que esos pizados la ofendieron a aquella”. Sería chistoso si no fuera tan triste.
Y como siempre en Guate -creo que en todo el mundo-, el debate es la cosa más egoísta que hay. No se trata de los problemas de los alumnos, no se trata de mejorar la educación. Menos aún de crear un sistema educativo que iguale a los chapines, de producir esos maestros que sean arquitectos de una sociedad más unida.
La idea es empujar nuestras visiones del mundo, nuestros dogmas. Más aún, rempujárselas al otro cerote. Ya sea que estemos convencidos que Otto Pérez y López Bonilla son unos gorilas militaristas que sólo saben arreglar las cosas a vergazos o que los choleros, shumos, chatíos de las escuelas normales son delincuentes que de plano sólo pelarse la verga quieren y que les regalen todas las cosas.
Los alumnos tampoco hacen mucho por su causa. Como dijo Luis “no saben hablar, no tienen mucha idea de qué es lo que quieren, les cuesta entablar una discusión, no comprenden qué hacer para salir bien parados en la tele, son gritones, tiran piedras, dan patadas…”.
Del otro lado del mostrador, del lado del poder, lo más fácil es decir que con esos choleros no se puede hablar y lo más divertido es hacer como el ministro y agarrar a vergazos a los patojos mientras un contingente de policías nos los tiene agarraditos.
Seguramente lo más productivo será mandar un negociador educado en el extranjero a embaucarlos con un plan de cinco, diez, veinte puntos del que sólo se cumplirán los que interesan a los que tienen la sartén por el mango. La desventaja es notoria. El abismo entre unas y otras capacidades es aterrador. Por lo general, los alumnos han sido formados en un sistema educativo en ruinas, un sistema de enseñanza que salvo contadas excepciones produce catetos.
El poder está concentrado y con el poder lo están el dinero, la educación (como acceso al conocimiento, no como ir a una escuela pública a ver que no hay pupitres) y la fuerza.
Al final de cuentas el problema no se arregla alargando en dos años el pensum de maestro -en este caso más no va a significar mejor-, no se arregla agarrándolos, dándose de patadas en la calle con los normalistas, no se arregla agarrando a pedradas al ministro y a los periodistas.
No se trata de una visión romantizada de la educación pública danesa en la que se puede decir que los hijos del ministro o el empresario van a la escuela junto a los hijos del obrero y al final del día todos cantan tomados de las manos la canción de la igualdad de clases.
Estoy seguro que si los guatemaltecos que pueden cambiar las cosas tuvieran a sus hijos en escuelas estatales, la educación pública no estaría en trapos de cucaracha. Algo se habría hecho desde hace ratos y no haría falta sacar al ministro a apalear a los normalistas.
Después de todo, la educación pública no deja de ser un pensamiento secundario para quienes en nada les afecta que no haya baños o aulas con ventanas en la escuela o que los libros lleguen tarde y casi nunca cabales.
Para quienes crecieron -crecimos- diciéndoles teacher, herr o monsieur a nuestros catedráticos, el problema de los normalistas, de los estudiantes de las escuelas públicas no deja de ser una cuestión teórica, académica. Visto así, los problemas de los alumnos de las escuelas públicas resultan tan ajenos como lo puede ser un tamal de marrano envuelto en hojas de maxán y atado con cibaque para un granjero en Indiana.
Es cierto que la hipotenusa es más rápida, más expedita y más ISO 9001, pero para resolver el problema, hay que conocer a los catetos, entenderlos. Quizá una vez hayan caminado por donde transitan los catetos, los fantasmas comiencen a disiparse y haya claridad.
Y para entender dónde están parados los alumnos que van a las escuelas públicas, hace falta más que irse un día a cortar leña al interior y pensar que uno ya conoce a los pobres.
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