Llevaba un buen rato mirando pasar los autos sobre la avenida. El boulevard Los Próceres estaba inundado de una luz cálida, naranja. Había un cielo azul, limpio, sin nubes a la vista. Era una tarde placentera.
Quería quedarme con eso: con esa versión del día. Estaba en un café y había leído el diario. En él encontré la foto de una madre que fue detenida por matar a su hija a golpes. Incluso le encontraron mordidas en el abdomen.
La mujer miraba a la cámara como si estuviera confundida, perdida, llena de nada. Más tarde supe que la habían arrestado en el velorio de la niña. Al parecer las declaraciones eran erráticas y las comparaciones de su mordida con la que encontraron en el cuerpo de la niña casaron.
Todo el cuadro es devastador. Desde que soy padre, todos los niños del mundo de alguna manera son mis hijos. Es difícil de explicar. Pero me siento conectado con ellos. Quizá se trate de una proyección. Qué se yo. Lo cierto es que no podía dejar de pensar en el llanto de la niña mientras moría, sus brazos pequeños llenos de manchas violetas, el dolor ahogándola, el miedo colmando su corazón diminuto y sus manos pequeñas.
No sé. Cada vez que leo algo así me venzo. Investigar crímenes contra niños ha sido duro. Jamás he perdido esa enorme sensación de vacío que comienza en el pecho y que se combina con una fuerza oscura naciendo de las entrañas. De sentir que estoy luchando contra algo que me supera, que no termina, un pozo enorme sin fondo.
Vuelvo al diario: ahí estaba la madre, mirando a la cámara como si mirara de frente a la nada. No es la primera vez que veo un caso de estos; recuerdo a los otros, a las emergencias de las pediatrías a las dos de la mañana. No sé qué pensar. Tampoco puedo saber lo que hay que sentir para atacar a un hijo así.
Y ahí está la enorme tarea de la Justicia: encontrar el porqué. Dar respuestas a lo que todos queremos saber y decidir con ello una pena justa, no una venganza. Vaya si no es duro: las redes sociales están siempre llenas de odio, de ganas de hacer daño. Es decir, aunque hagan bien su trabajo, los odiarán por ello, porque lo que quieren es ver piras esparcidas por la ciudad con personas ardiendo.
A veces me pregunto cómo será la vida de esta gente que anda pidiendo que maten a otro a diario, por la internet. Y si ellos son mejores personas que cualquier asesino. No lo sabría decir. Lo cierto es que la niña está muerta y la madre detenida.
El otro día condenaron a unos policías por violar a una chica. Al parecer no era la primera vez que lo hacían. Hace pocos días aprehendieron a unos adolescentes por matar a un hombre. Vamos, ahora una mujer me mira desde el diario, como si se la comiera la noche.
Que ella entrenó tae kwan do, declara. Que también es maestra. Vaya si no parecen incongruentes sus declaraciones. Seguramente le tomarán cariño en prisión, lo cual no será en ningún caso bueno. Y si la encuentran culpable, vaya vida la que le espera. Una donde seguro no podrá recapacitar sobre lo que hizo. Será una que le exigirá ser aún más violenta. Es decir, si estaba perdida, ahora quizá jamás vuelva.
Qué decir de los policías condenados. Un golpe enorme a la percepción de seguridad. Y si uno mira las noticias, es fácil pensar que estamos podridos. Es un olor fétido el que emana de los titulares, al hierro de la sangre, a pólvora, a pilas de dinero en barriles, a sábanas de gente enferma.
Pero sigo aquí en el café, en una tarde espléndida, sorbiendo poco a poco del grano. Mi hijo andará con su madre, riendo, como los niños que corren entre las mesas. Quizá este cielo inmaculado me recuerda la vez en la que conocí el mar. Era un día maravilloso. Recuerdo que me senté a mirar cómo golpeaban las olas, la forma en que la espuma se deshacía entre los granos de arena oscura.
El ruido de los autos sobre la avenida a veces se asemeja al de las olas golpeando. Así que puedo verme frente a un mar, muy hondo, muy oscuro, inescrutable. Rompen las olas y no sé cuántas veces más nos golpeará la cara el horror. No sé si será como el mar, que nunca acaba. Lo cierto es que podríamos hacer de todo para que nuestro odio disminuyera. Para que la Justicia no sea una máquina de moler pobres. Para que ser pobre no sea tener una enfermedad incurable y toda esa frustración no se convierta en rabia.
Quiero creer que estamos haciendo algo. Quiero creer que si escuchamos más a la gente que pide sangre es porque aúllan. A lo mejor la revolución será en silencio. Cuando sintamos todo el asco de vivir como salvajes rabiosos. De mirar que vivimos en una guerra en la que queremos curar la rabia mordiéndonos.
No tengo idea de cuál es el camino. Quizá porque no sabemos dónde estamos parados ni a dónde queremos ir. Es difícil poder escuchar al otro cuando sus palabras son ladridos violentos. No sé, me da una pena que la gente gaste su ira pidiendo que maten a una mujer que ya de por sí está muerta. Y siento que soy impotente para tanta infamia.
El punto es que no les tengo miedo a todos los tristes, salvajes y cobardes. No pueden tocar mi amor. El punto es que tengo intacta mi esperanza. Al parecer, eso es todo el capital que tengo para modificar mi mundo. Y es la única herencia que puedo dejarle a mi hijo para luchar contra estos días horrendos.
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