Mi amigo entró, trayendo consigo la información que le habíamos pedido. La llevaba en tres carpetas en donde podría encontrar la historia de la víctima: otra persona más a la que el sistema le había fallado por completo. Un marginado al que se le negaron todos los derechos. Un niño.
Entre los sospechosos hay funcionarios; un par de pesos pesados. Es decir, que un sistema con fallos deberá juzgar al propio sistema. Una cosa de fe absoluta. Esa misma que se nos agota de a tajos.
Mi amigo lo sabía y hablábamos de eso con cierto pesar; pero también con mucha esperanza. Es sólo que nos encontrábamos con ese primer sentimiento ante la catástrofe, ese golpe de agobio. “Hay días en los que parece que el mal la tiene fácil para triunfar” me dijo, mientras me miraba esbozando una sonrisa, casi un mensaje de paz.
Luego de las despedidas, salí con la información y me subí al auto. Camino a la oficina, pensé en lo que me había dicho. Entiendo a la perfección la sensación. Hay días en que pareciera como si todo lo bueno de este mundo se lo comiera una espesa niebla. Y uno se queda a tientas buscando a qué aferrarse para ser feliz.
Permanecí en silencio. En la ventanilla del auto, miraba a la ciudad quedándose de a pocos, mientras llegaba a Gerona. Era un día soleado. Me alegró, me hacía bien. Esa semana había encontrado algunos cuentos que escribí hace cuatro años y me deprimí leyéndolos, debo ser honesto. No porque los odie u odie mi técnica; sino porque me revelaron algo más.
Pensé en la persona que era en aquel entonces: un tipo que apenas empezaba a abrir la puerta del horror, de la capacidad humana de hacer daño. De inmediato lo relacioné con las cosas que escribo ahora mismo, para este blog. Me di cuenta que estoy contando las historias que entonces no pude contar.
Fue toda una revelación. Con estos textos, intento una crónica. Pero narrando estas desgracias que me habitan, estoy también contando una historia entre líneas: la destrucción de un gran amor.
Y con ello, me refiero a una relación que comenzó antes de que me involucrara en la investigación criminal. Que estuvo conmigo cuando me inicié en ello y que me vio hundirme en un profundo agujero, desde donde también fui incapaz de gritar por ayuda, porque era yo mismo quien lo cavaba.
Pero no es hora de culparme ni de lamentarme. Alguna vez ya lo había pensado. Ya pedí perdón por esas cosas, aunque vamos, todo se haya resuelto con una despedida que a ambos nos hizo bien.
Es sólo que en verdad me preocupa no haber aprendido por completo la técnica para llegar a casa, besar a alguien y decirle que ese día me enteré en el trabajo que un padre mató a mordidas a su hijo de dos años porque no dejaba de llorar. O simplemente quedarme callado y aceptar que las cosas son así y que vivimos entre salvajes. Que es tan sólo un trabajo, como todos y debo dejarlo al salir.
Nunca pude decirle con claridad qué me pasaba. Ese fue el problema. No quería llevar a alguien conmigo al pozo que yo mismo cavé. Ella terminó culpándose por mi tristeza y bueno, lo demás es una historia que se ha ido desintegrando como el polvo. Sólo quedó el cariño, por fortuna, que todavía es mucho.
Pienso en ello, porque también pienso en mis amigos fiscales, los pocos que admiro; y creo que ellos también la tienen difícil. Uno vive entre fantasmas y ruinas. Algo de eso se va quedando con uno, aunque todos los días luche para librarme de mis lastres.
Debo decir que es una batalla cruel: la tarde de este sábado tres de marzo, supe que el niño de diez años había fallecido, a causa del ataque del que fue víctima mientras trabajaba en un taller. Al parecer sus compañeros le prometieron que le darían un regalo. Lo tomaron y le introdujeron una manquera de aire a presión en el recto y abrieron la llave. Una de esas historias que jamás podría llegar a contar a casa, porque esa angustia la debo reservar para mí. Es la gasolina con la que me prendo.
Para mí no funciona pensar en números de procesos. Lo que funciona es ver personas en las hojas del expediente, oír sus lamentos, sus penas, mirar el dolor en cada letra de la causa. Sólo una bestia puede permanecer impávida ante el sufrimiento de otro de su especie. Y ni así, porque si para algo me pagan es para actuar sin que me tiemble el pulso.
Y vuelvo a los textos de hace cinco años. En ellos describía personajes que vivían solos, al borde, en las trincheras. Es decir, me describía tal y como me sigo viendo y joder, me preocupa que todavía no haya pasado la página.
Sigo enganchado a la catástrofe, porque también aquí he visto milagros. Como las madres a quienes les habían robado a sus hijos y los pudimos rescatar. Esa mirada sigue viva en mí, como uno de los hechos más importantes de mi vida, porque lo son, en verdad lo son.
Mi amigo está en lo cierto: hay días en los que pareciera que el mal ya ganó la batalla y con ello me quiero referir a la tristeza, la avaricia, a la desigualdad, a la esclavitud, a un sistema que premia al violento y castiga al decente, que lo puya como a los toros de lidia para sacrificarlos en la arena, mientras se niega toda posibilidad de revolución.
Pero aún en los días como éste, cuando me he visto tirado sobre la lona, noqueado, no he podido hacer otra cosa que levantarme y devolver el golpe. Porque cualquier otra posibilidad es impensable. Aquí resistimos con toda nuestra ternura y toda nuestra fe está en la humanidad.
Ponemos nuestra vida en ello. Como todos. Como los pilotos que salen a manejar un bus, sabiendo que pueden morir. Como las víctimas que he visto reconstruir una vida de la nada. Como la vida misma ante la muerte.
Sé bien que no puedo proteger a los que amo del dolor. Pero sí ayudarlos a combatirlo. Y aunque todavía no puedo abandonar la trinchera, envío postales a los que me quieren y quiero, con mucho cariño, desde las llamas. Porque mientras ellos resistan, yo también, con el corazón lleno, intacto, como si toda esta sangre no pudiese tocarnos, ni robarnos un solo gramo de alegría.
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