Más aún cuando al día siguiente el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en sus acostumbradas conferencias de prensa matutinas, afirmó que el general tendría que aclarar en el país vecino su situación y que todos los militares que resultaran involucrados serían separados de sus cargos para ser investigados.
En los días posteriores, cuando con voz de plañideras varios diputados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) le pidieron al Gobierno que asumiera los gastos de su defensa, el presidente respondió que se le daría todo el acompañamiento legal al cual tenía derecho a través del consulado mexicano, pero que no se podrían usar fondos públicos para pagar su defensa, pues ello sería ilegal. Por su parte, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SER) protestaba ante el Gobierno estadounidense porque en ningún momento se le había informado que tan importante militar estaba siendo investigado.
Pero, además de la protesta, tras bambalinas y envueltas en un nacionalismo más que sospechoso, las altas autoridades mexicanas comenzaron a presionar en secreto a los fiscales estadounidenses ya no para que el ciudadano mexicano que en el gobierno anterior había ocupado un cargo tan importante tuviera un juicio justo, sino para que le fuera devuelto a su país para ser juzgado en él, lo cual, para asombro de jueces y fiscales estadounidenses, sucedió este 18 de noviembre. Pero el general mexicano no volvió en carácter de detenido, sino, al estilo de Pinochet cuando fue salvado de la investigación en Inglaterra, regresó feliz a su casa a continuar disfrutando de la protección y los beneficios que le da su rango.
Las fuerzas armadas mexicanas, como todas las de la región, son una institución opaca en sus finanzas, con evidentes privilegios económicos para la élite de su oficialidad, sobre la cual han existido fundadas sospechas de corrupción, además de acusaciones por abusos y hasta por crímenes contra los derechos humanos. Involucradas en las últimas décadas en la persecución del crimen organizado, en lugar de aplacar su sanguinaria fiereza y reducir sus millonarios negocios, las masacres se han multiplicado, muchas de ellas con la participación directa o indirecta de militares.
La gestión del general Cienfuegos al frente de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) durante todo el sexenio de Peña Nieto estuvo marcada no solo por la incapacidad de él para perseguir y reducir significativamente el narcotráfico, sino por la evidente participación de sus subordinados en el asesinato y la desaparición forzada de muchos ciudadanos. La ejecución extrajudicial de 15 personas en una bodega del estado de México el 30 de junio de 2014, conocida como la masacre de Tlatlaya, y la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, el 27 de septiembre de ese mismo año son acciones en las que fuerzas castrenses estuvieron presentes, las cuales Cienfuegos Zepeda protegió, además de que él favoreció la manipulación de evidencias e impidió investigar, juzgar y castigar a los responsables.
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La liberación del exmilitar mexicano no tiene precedentes en la historia judicial de ambos países. Nunca antes un acusado y detenido en Estados Unidos por narcotráfico había sido liberado por presiones políticas de su país de origen, aunque también hay que decir que nunca antes un militar de tan alto rango proveniente de un país amigo había sido acusado y mucho menos detenido por delitos relacionados con el trasiego de estupefacientes.
Es de suponer, en consecuencia, que tanto el Gobierno estadounidense como el mexicano sufrieron presiones tan fuertes que llevaron a que el exmilitar volviera a su país a disfrutar de todas las libertades y de todos los beneficios de los que gozaba antes de su detención a pesar de lo contundentes que han sido las denuncias públicamente hechas en su contra, pues no se lo acusa de ser un simple tramitador o transportista, sino de proteger a toda una red de narcotraficantes que lo apodaban el Padrino y de obtener beneficios económicos por ello.
Más curioso resulta que, a pesar de la xenofobia populista de Donald Trump, haya sido el Departamento de Estado el que presionara a la fiscalía para que «el interés más amplio de mantener las relaciones de cooperación [con México]» se sobrepusiera al interés judicial de castigar los crímenes supuestamente cometidos por el exgeneral mexicano. Evidentemente, las amenazas y los argumentos tienen que haber sido tan drásticos y fuertes como para conseguir doblar el brazo de un sistema de justicia que presume de infalible y drástico.
Algunos afirman que se amenazó con expulsar o enjuiciar por conspiración y espionaje a todos los agentes, legales y encubiertos, de la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), cuestión poco probable, pues es tal la dependencia económica de México respecto de Estados Unidos que una insubordinación de ese tipo habría sido castigada duramente, más aún en la administración Trump, que, ya moribunda, podría mostrar ese castigo como uno de sus últimos actos ultranacionalistas. México, pues, no llegó con amenazas, sino más probablemente con ofrecimientos que van más allá del no reconocimiento público del triunfo electoral de Joe Biden y Kamala Harris, pero de los cuales la administración Trump, pública o secretamente, pueda aún usufructuar.
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Pero, si la legitimidad y la independencia de la justicia estadounidense han quedado totalmente en entredicho, más damnificado ha quedado el supuesto principio fundamental de la Cuarta Transformación (4T) mexicana liderada por AMLO, su lucha frontal contra la corrupción, pues ha salido al rescate desesperado de alguien acusado de graves delitos cuando era alto funcionario de un gobierno acusado abiertamente de corrupto. Aquí no valió el dicho popular «lo que no fue en tu año no fue en tu daño». López Obrador y su secretario de relaciones exteriores se envolvieron fuertemente en la bandera mexicana y, con un discurso del más demagógico nacionalismo, presentaron el regreso de Cienfuegos como una conquista nacional.
El argumento público es que las pruebas fueron recogidas sin conocimiento de las autoridades mexicanas, argumento absurdo porque si la DEA se ha metido hasta en la cocina de los Estados latinoamericanos es porque estos han sido incapaces de controlar a sus propios delincuentes. Pero además igual procedimiento se siguió con el ex zar antidrogas mexicano Genaro García Luna, y en su caso nadie, ni en el PRI ni mucho menos en el actual gobierno, se rasgó las vestiduras invocando la dignidad nacional para defenderlo.
En consecuencia, es notorio y evidente que el presidente mexicano recibió fuertes e insuperables presiones para rescatar incólume al citado exgeneral de parte de los altos mandos militares, quienes de ser aliados pasaron a ser los efectivos gobernantes. Serán ellos, de ahora en adelante, quienes decidan y permitan a quién se persigue y denuncia.
Sin escuchar críticas ni recomendaciones, AMLO puso en manos de militares la seguridad pública. Creyendo píamente en la leyenda de su incorruptibilidad, los desvió de su tarea institucional, la salvaguarda de las fronteras y del Estado. Las denuncias contra Cienfuegos hicieron evidente el error. Con su irresponsable rescate, AMLO y su 4T no solo están en entredicho, sino que desde ahora son también rehenes de los militares. Solo un juicio claro, serio y rápido a Cienfuegos salvaría al Gobierno del descrédito, pero eso, dada la forma como este fue rescatado, resulta casi inverosímil.
Tal parece que el presidente mexicano, en lugar de defender su legado ante los militares dejando en manos de los órganos de justicia estadounidenses la confirmación o negación de los cargos, ha preferido enterrar las esperanzas de todo un país que creía que ahora sí la corrupción y todos sus crímenes asociados serían juzgados o al menos denunciados y consecuentemente inhibidos.
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