En menos de un año, entre 1978 y 1979, lo que parecía un difícil y casi imposible triunfo llenó a toda América Latina de entusiasmo y de esperanza. Tres tendencias político-militares que se oponían a Somoza y que tenían el mismo origen llegaron a un acuerdo de unidad, sin más consenso que unir sus fuerzas para derrotar al dictador.
La llegada al poder en Estados Unidos de un demócrata firmemente dispuesto a promover la paz y enfrentar las dictaduras permitió que aquel imposible fuera realidad, pues le retiró la alfombra a Somoza, su sangriento régimen se derrumbó como castillo de naipes y la euforia cundió en el continente.
Muchas ideas se pusieron en práctica. Muchos esfuerzos se sumaron para sacar a Nicaragua de la miseria absoluta y construir un país ejemplar en lo político y en lo económico, pero sobre todo en lo social. Mas la llegada de Reagan al poder, un guerrerista de primer orden, imperialista y antidemocrático, complicó las cosas. Si los sandinistas se miraban en Cuba para todo, el régimen estadounidense aplicó a la revolución acciones que no habían fructificado o que no era posible implementar contra los cubanos. Los errores de gestión de un sandinismo eminentemente urbano y de clase media fueron aprovechados por Reagan para estimular y armar hasta los dientes a la contrarrevolución usando Honduras de portaviones y la costa misquita como cabeza de playa. La sangre se derramó con mucha más saña y cantidad que en los años del somocismo, y finalmente, en un proceso electoral cargado de miedo y de agresión estadounidense, triunfó la derecha, que no era contrarrevolucionaria, pero que tampoco daba espacio a nuevas conquistas sociales.
El frente sandinista, con sus tres tendencias apenas pegadas con chicle, durante los diez años de revolución no logró consolidar su unidad ideológica y política, de modo que con la derrota electoral afloraron las viejas y nuevas discrepancias, que permitieron que paulatinamente la organización se convirtiera en un partido franquicia, sin mayor ideología que reinstalar a Daniel Ortega en el Gobierno, sin más agenda social y política que retomar el poder.
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Luego del fracaso del gobierno de Violeta Chamorro, sumado a la incapacidad del sandinismo de recuperar sus banderas y el apoyo de la población, los gobiernos de Arnoldo Alemán (1997-2002) y Enrique Bolaños (2002-2007) pusieron al país al borde del colapso, que sudaba corrupción por todos los poros y reflejaba pobreza en todas partes.
La llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1999 modificó la correlación de fuerzas en América Latina, lo que, junto a los triunfos de Lula en Brasil y de Néstor Kirchner en Argentina en 2003, de Evo Morales en Bolivia en 2006 y de Rafael Correa en Ecuador en 2007, hizo que los nicaragüenses volvieran sus ojos al sandinismo y permitieran que Daniel Ortega volviera al poder en 2007.
Pero el sandinismo ya no era el de antes. Las alianzas que a diestra y siniestra había hecho Ortega para conseguir ser elegido hacían ya invisible aquellos ideales y propuestas de finales de los años 70 del siglo anterior. Y si la revolución cubana había sido la referencia para la insurrección y el primer gobierno sandinista, esta vez apenas el apoyo y la simpatía de Chávez permitieron que Ortega pudiera aparecer aún como un líder de izquierdas.
La propuesta chavista del socialismo del siglo XXI ha sido muy poco estudiada, caricaturizada de mil maneras por los medios comerciales de comunicación y por supuestos analistas políticos de la región, pero en síntesis es la consecución de profundas transformaciones sociales dentro del capitalismo manteniendo la democracia liberal representativa. Para ello, dos elementos son más que indispensables: el apoyo amplio y efectivo de las masas y la realización de elecciones confiables y seguras. Chávez lo consiguió durante 11 años ganando claramente elecciones presidenciales y legislativas, requisito que también cumplieron todos los arriba mencionados, con triunfos apretados en Brasil y Bolivia en 2014 y 2019, respectivamente, que terminaron en golpes, uno parlamentario en Brasil en 2016 y otro militar en Bolivia en 2009, así como en derrotas electorales en Ecuador y Argentina en los años siguientes.
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Ortega no mantuvo estos principios, pues ya desde 2007 su apoyo social era raquítico, basado cada vez más en alianzas espurias con las nuevas oligarquías y con la corrupción. No hay ya una agenda de conquistas sociales, mucho menos de desarrollo alternativo. El esoterismo y un remedo de cristianismo caricaturesco difundido por Rosario Murillo, esposa de Ortega, sustituyeron la ideología y la visión de mundo social y cristiana que había enarbolado el sandinismo.
Así las cosas, hoy el régimen nicaragüense no es ya un fiel representante del socialismo del siglo XXI de Chávez, mucho menos un baluarte de las fuerzas progresistas y revolucionarias, sino apenas un régimen autoritario en el que las elecciones son un simple compromiso formal, en el que no se les permite competir abierta y honestamente a los opositores, sean del signo y de la orientación que sean, pues es notorio que cualquier candidato medianamente articulado sería capaz de poner en jaque al orteguismo, que desde hace años dejó de ser sandinismo y día con día se transforma en un ridículo murillismo.
¿Por qué Ortega y su séquito no optan por establecer un gobierno de partido único como en Cuba o China y siguen intentando simular una democracia representativa? Pueda que la respuesta esté en que, sin una base ideológica clara, y mucho menos sin un proyecto efectivamente revolucionario, para la oligarquía corrupta nicaragüense que lo sustenta sea preferible jugar a las elecciones, pues así pueden ir estableciendo las condiciones y los costos de su apoyo en cada proceso electoral.
Porque lo que está cada vez más claro es que Daniel Ortega y Rosario Murillo gestionan el poder a su antojo, pero quienes deciden sus márgenes de acción y de uso de los recursos del Estado y del país son las nuevas oligarquías, cada vez más vinculadas a la corrupción y al crimen organizado.
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