En este evento electoral se eligieron los 500 diputados, 300 de manera directa, nominales, y 200 plurinominales, es decir, como resultado de los votos obtenidos por cada agrupación partidaria, más o menos como sucede con los diputados de listado nacional en Guatemala. Además, se eligieron 15 gobernadores, que gozan de amplias libertades de gestión, tal como sucede en repúblicas federadas como Estados Unidos, Brasil y Alemania.
El partido del presidente y los que se aliaron a él para sobrevivir (Verde y PT) obtuvieron 118 diputaciones nominales, de las cuales 65 lo fueron directamente del partido del presidente, Morena, votación que les permitió agregar otros 116 por el sistema de representación proporcional para totalizar 300 nuevos diputados. Con ello, el gobierno de AMLO tiene mayoría simple de sobra, pues contará con el 60 % de los votos. Sin embargo, y como sucedió hace tres años, no logró la mayoría calificada, es decir, más del 63 % de los diputados (334 de los 500), por lo que perdió 13 curules con relación a las elecciones de 2018, cuando estuvo muy cerca de alcanzar la mayoría calificada, pues contaba con el 62.6 % del total de votos. Pero además, y a pesar de que los tres partidos relativamente grandes se aliaron para oponerse juntos a Morena, sus candidatos y candidatas ganaron 11 de las 15 gubernaturas en disputa.
Puede decirse, en consecuencia, que Morena ha consolidado su caudal electoral y que el presidente puede avanzar con tranquilidad a la conclusión de su sexenio. Un dato nada despreciable es que la alianza de gobierno apenas perdió un 17 % de los votos con relación a los obtenidos tres años antes, porcentaje mucho menor a las pérdidas de Peña Nieto (30.5 %), Calderón (30.5 %) y Fox (34.8 %).
Pero, si bien los tres partidos de oposición, PAN, PRI y PRD, han vuelto a ser minoría en el Congreso, en contraposición lograron superar a Morena y a sus aliados en muchas delegaciones (especie de municipios) de la ciudad de México, conocida hasta hace poco como el Distrito Federal: hecho para nada despreciable, pues la capital ha sido el principal baluarte de las izquierdas, y de Morena en particular.
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La propuesta de AMLO tiende a recuperar la iniciativa del Estado en la economía al intentar poner los recursos naturales al servicio de la población. Sin embargo, no hay que llamarse a engaño imaginando que es un estadista de hueso más o menos colorado, al estilo de Chávez en Venezuela. Ni siquiera tiene el empuje y la amplitud de la propuesta boliviana, pero, dada la profundidad a la que había llegado el control y predominio de los intereses privados en los casi 30 años de predominio del neoliberalismo, sus detractores lo dibujan más barbudo y malvado que Fidel Castro en los años 60.
Sin embargo, Morena no es un partido que defienda las posiciones tradicionales de la izquierda mexicana. Si bien se plantea la reducción de la pobreza, para lo cual el Gobierno ha tomado decisiones importantes como la asignación de un mínimo vital para los adultos mayores y ampliar las becas para los jóvenes estudiantes, el modelo económico se ampara en el libre mercado y apenas se piensa el papel del Estado como propietario de los energéticos. Sin mayoría suficiente para hacer reformas constitucionales (pues para ello son necesarios dos tercios de los votos en el Congreso), el gobierno desperdició los primeros años de su gestión intentando revertir las reformas constitucionales impuestas por los gobiernos anteriores, muy probablemente con sobornos, y en una infinidad de amparos quedó entrampado su intento de modificar el control de la producción de energía eléctrica. Y si canceló la reforma educativa, no se propuso nada que permitiera superar los inmensos déficits educativos que permiten la significativa desigualdad social que el país experimenta.
Sus principales funcionarios, mucho más jóvenes que él, provienen, en su gran mayoría, de las corrientes de centroizquierda del PRD. Claudia Sheinbaum y Mario Delgado Carrillo, gobernadora de la Ciudad de México y presidente de Morena respectivamente, provienen del movimiento estudiantil de finales de los años 80 y de las juventudes del PRD. Y su canciller, Marcelo Ebrard, que le sucedió en el gobierno del entonces Distrito Federal, militó inicialmente en el PRI. Ni en las secretarías de Finanzas y Educación ubicó a profesionales capaces de promover profundas transformaciones, lo que hace que la lucha contra la pobreza se quede en paliativos y no se vislumbre una modificación drástica del escenario social existente.
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De hablar lento y pausado, como si midiera el impacto de cada una de sus palabras y estuviera improvisando en ese momento, su visión de la gestión pública se centra en el combate de la corrupción apelando permanentemente a los comportamientos morales de sus colaboradores y opositores. Esto no le impide ser directo y claro en sus críticas y acusaciones, en particular contra los actos de corrupción de gobiernos pasados, aunque las denuncias presentadas ante los tribunales han sido escasas y aun en esos casos los distintos órganos del poder judicial han sido magnánimos en el trato a los empresarios o exfuncionarios denunciados. Tal es el caso de Emilio Lozoya, exdirector de Petróleos Mexicanos (Pémex) acusado de recibir millonarios sobornos de la constructora brasileña Odebrecht y de negociar con Alonso Ancira la compra de una empresa improductiva de fertilizantes muy por encima de su precio.
Detenidos en España, y luego de largos litigios, mientras Lozoya responde en libertad y sus familiares tienen libre acceso a sus millonarias cuentas, Ancira fue puesto en libertad luego de que este prometiera pagar en módicas cuotas anuales parte del millonario sobreprecio recibido. Ni la Fiscalía, ahora un ente autónomo cuyo fiscal general fue propuesto por el Ejecutivo, ni la Suprema Corte de Justicia, donde el gobierno de AMLO apenas ha nombrado a 3 de los 11 ministros que la componen, han intensificado la persecución y el juicio contra altos funcionarios de los anteriores gobiernos, lo que evidencia que, si por un lado la Fiscalía quiere dejar claro que no hay revanchismo ni persecución política, en la judicatura hay un claro desgano en cuanto a agilizar juicios contra defraudadores de los anteriores gobiernos, que, por cierto, fueron quienes les permitieron llegar a esos importantes cargos.
La lucha contra la corrupción, en consecuencia, no ha tenido efectos directos en la sanción a corruptos y a corruptores, mucho menos en la recuperación de los bienes públicos apropiados, de modo que queda más en mirar hacia adelante que en condenar a los de antes. Si AMLO impuso que nadie podía cobrar un sueldo superior al de él, ni los miembros de la Suprema Corte ni los del Instituto Nacional Electoral han cumplido la norma, dados sus altísimos emolumentos.
Por otro lado, y sin mayor evidencia, AMLO ha confiado ciegamente en los altos mandos del Ejército, al grado de haber negociado con el gobierno de Trump la liberación de quien fuera el secretario de Seguridad del gobierno de Peña Nieto, el general Salvador Cienfuegos. Resulta así que, a los ojos del actual presidente mexicano, a pesar de que la corrupción corrompió todo el tejido del Estado mexicano y permitió que el crimen organizado dominara amplios territorios del país, los altos mandos del Ejército atravesaron impolutos por ese mar de lodo, sin haber conseguido, además, dañar en nada las estructuras delictivas del crimen organizado y de la corrupción.
De esa cuenta, si bien en estas elecciones AMLO ha consolidado su liderazgo, la ambiciosa propuesta de transformar el país parece quedarse en un eslogan y más bien se vive un período de reformas que, más que modificar los efectos del neoliberalismo, tienden a solo atenuar sus efectos. Evidentemente, AMLO no es el nuevo Lázaro Cárdenas que México estaba esperando. Ojalá al menos consiga ser el muro de contención de la debacle social y económica a la que 30 años de regímenes neoliberales han llevado al país.
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