Con unas élites económicas que compraron ciegamente el catecismo neoliberal, la gobernabilidad es cada vez más crítica e inestable. Cuatro presidentes en un período de cuatro años son apenas parte de la crisis de legitimidad y de coherencia que todas las instancias del poder público sufren.
La corrupción, dueña y señora de todos y cada uno de los ámbitos de la administración pública del país, ha socavado el funcionamiento de esta hasta sus cimientos. Jueces, magistrados, alcaldes, diputados y todos los funcionarios públicos tienen detrás de sí dudas sobre su honestidad y sobre el ejercicio probo de sus funciones.
El régimen populista autoritario de Alberto Fujimori (1990-2000) sentó las bases de lo que hoy es el Perú. Favoreciendo a los grandes empresarios, estableció el permanente empobrecimiento de los sectores populares. Durante su gestión se profundizó la brecha social y geográfica. Los pobres son cada vez más pobres y habitan particularmente las zonas rurales, boscosas y montañosas. Profundizó la persecución política usando como pretexto el combate del esquizofrénico Sendero Luminoso e impuso mediante chantajes y extorsiones un incomparable régimen de terror y corrupción. Gobernó durante diez años, ocho de ellos luego de un golpe de Estado mediante el cual cerró el Congreso y estructuró el poder judicial a su gusto (1992), sainete que un año después, en Guatemala, Serrano Elías quiso imitar sin éxito.
Ferviente seguidor de Pinochet, contó con la bendición y absolución de Estados Unidos en todos sus delitos y triquiñuelas, que luego de 20 años, desde su fuga a Japón, aún pasan factura al Estado y a la sociedad peruana. Detenido y juzgado por algunos de sus crímenes de lesa humanidad, juega a ser mártir y tiene a su hija como instrumento para perpetuar ese régimen de corrupción que a las oligarquías peruanas encanta y satisface.
Así, esta ha participado en tres elecciones presidenciales y en todas ha sido derrotada en el segundo turno, lo que evidencia que cuenta con el apoyo decidido de buena parte de las élites, satisfechas con el estado de cosas que el país vive y que son las que le financian las campañas y apañan sus delitos electorales. Con partidos políticos cada vez menos representativos, verdaderas franquicias electorales al estilo del sistema de partidos guatemalteco, el último proceso electoral estuvo cargado de novedades y de intentos de golpe.
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No deja de ser irónico que ese Perú parezca la referencia social del Cuéllar de la novela Los cachorros, del Vargas Llosa enemigo acérrimo de Fujimori, pero defensor de última hora de la hija de este a consecuencia de su radical e irracional desviación ideológica derechista. Si el Cuéllar de la novela, luego de la mordida de un perro que lo deja eunuco, hace todas las locuras posibles para recuperar su autoestima y el respeto de sus allegados, las oligarquías del Perú pos-Fujimori parecen haber perdido todo sentido de realidad y desde su abrazo a Fujimori padre no hacen otra cosa que sumergir al país cada vez más en un pozo de irracional destrucción, que, si bien les deja pingües beneficios, alegrías y simpatías efímeras como al castrado Cuéllar, dilapida y agota las riquezas naturales y sociales del Perú en tiempo récord.
Pero el país tiene también otra cara, otro rostro: el de los pobres y marginados y del movimiento social organizado, que durante los últimos 30 años han sido objeto de la más descarada y tendenciosa manipulación mediática; que desde la sierra, el campo y las áreas marginales de las grandes ciudades dijeron no a Sendero Luminoso y mantienen vivas sus referencias anticoloniales y de autodeterminación. Sus liderazgos, hasta ahora diseminados y aislados, encontraron en el maestro rural Pedro Castillo el instrumento político necesario para hacer valer sus derechos e intereses y, consiguiendo este pasar al segundo turno, cerraron filas para intentar reorientar el país por los senderos de la justicia social.
Los grandes medios locales e internacionales han narrado, casi paso a paso, el rosario de intentos que el fujimorismo y las oligarquías han hecho para evitar que el triunfo (apretado, pero triunfo al final de cuentas) de Castillo fuera reconocido. Se le acusó de todo. Se le buscaron faltas y errores hasta debajo de las uñas. Y las artimañas tal vez hubiesen tenido efecto si no hubiesen aparecido las vladillamadas: conversaciones que desde la cárcel mantuvo Vladimir Montesinos, ex hombre fuerte de Alberto Fujimori condenado por corrupción y crímenes de lesa humanidad, proponiendo a sus interlocutores todo un plan para sobornar a tres de los cuatro miembros del Tribunal Electoral y declarar ganadora a Keiko Fujimori. Un millón de dólares para cada uno era la propuesta. Si el dinero finalmente se consiguió y los miembros del tribunal lo recibieron, lo cierto es que, al conocerse públicamente el intento, estos no tuvieron más que declarar a Castillo vencedor para tristeza de Estados Unidos, la OEA y las derechas del mundo todo, particularmente las españolas y argentinas.
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Pero ganar la elección y ser investido presidente son, al final de cuentas, cosas fáciles para Castillo si se comparan con lo complicado que será para el nuevo presidente peruano convertir en hechos sus propuestas, pues el Congreso, desde donde pueden destituirlo por decir algo o no decir nada, contará con la presencia de diez bancadas. Y si el partido de Castillo, Perú Libre, es el mayoritario, obtuvo apenas 37 bancas de las 130 que componen el Congreso. Y si bien el partido de Fujimori ya no será la aplanadora que era en la legislatura que concluyó, pues apenas obtuvo 24 asientos, la inmensa mayoría de los partidos allí representados son de derecha y derecha extrema, lo que augura un camino tortuoso y cargado de chantajes para el ahora presidente Pedro Castillo e infinitas dificultades para la gobernabilidad.
Castillo se propone, como cuestión fundamental, modificar la constitución del fujimorismo, redactada en 1993 a imagen y semejanza de los deseos de la oligarquía y copia fiel de la constitución del pinochetismo chileno, para dar cabida a una visión más plurinacional y menos extractivista y reivindicar un Estado al servicio de las mayorías, así como la defensa y la conservación de los recursos naturales. Su agenda reivindicativa es amplia y extensa, mas sus márgenes de acción más que limitados. Cuenta, es cierto, con apoyo de un amplio sector de la sociedad que se movilizó activamente para defender el triunfo, pero es necesario reconocer que, si electoralmente fue una ventaja mínima, el poder agitador y mediático de las oligarquías es infinitamente superior, por lo que tendrá que tener mucha habilidad política y mantener el apoyo de los sectores y organizaciones populares si quiere cumplir al menos algunos de sus propósitos.
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