Ramos, durante años conductor de segmentos informativos en la cadena hispano-estadounidense Univisión, saltó al estrellato casi mundial cuando en agosto de 2015 intentó entrevistar al entonces candidato presidencial Donald Trump sobre su plan migratorio y fue expulsado violentamente de la conferencia de prensa. De estilo directo y agresivo, es, sin lugar a dudas, el preferido de las derechas latinoamericanas. Hasta se ha animado a llamar dictador al que le parece contrario a su visión liberal del Estado.
Mexicano de nacimiento, esta vez se presentó como periodista de Univisión y del periódico Reforma, medio informativo abiertamente identificado con la derecha neoliberal mexicana y opositor al gobierno de AMLO. Y aquí viene la primera cuestión ética sobre el periodismo. ¿Puede o debe un medio de comunicación declararse —abierta o solapadamente— opositor a un gobierno?
Grande diferencia hay entre el que opina y el que informa a través de un medio de comunicación, pues, si bien ambos deben publicar sus notas apegados a datos que sustenten sus afirmaciones, mientras el primero puede orientar su discurso a partir de un tipo de datos o de indicios y expresar su opinión al respecto, que necesariamente estará configurada a partir de su ideología y de sus simpatías partidarias, el segundo debe centrarse en el dato y procurar encontrar toda la gama de elementos que los ratifiquen o cuestionen para cumplir con la labor de ofrecer información veraz y, en consecuencia, contrastable.
Lamentablemente, conforme la información se convierte cada vez más en simple mercancía, el que informa no se cuida de controlar su ímpetu ideológico, pues de su identidad ideológico-partidaria con quienes lo contratan depende su permanencia. En su mayoría, estos medios y sus periodistas son simples acólitos de los regímenes de turno, interesados simplemente en obtener jugosas pautas informativas de los Gobiernos y muchas veces hasta dispuestos a ofrecer abiertamente opinión favorable si existe de por medio un jugoso reconocimiento, venga de manera pública y legal o subrepticia y no declarada.
Por todo ello, el zipizape, como llaman los mexicanos a los altercados en tono amable, entre el periodista y el presidente es digno de analizar no solo porque nos ilustra sobre la manipulación de los datos, sino porque nos permite descubrir que no todo lo que brilla es oro.
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Ramos inició su presentación exigiéndole al presidente reconocer que en lo referente al combate de los homicidios y de la pandemia ha fracasado estrepitosamente. Ningún gobernante va a reconocer, de entrada, que ha cometido desaciertos, mucho menos que ha fracasado. Ramos, pues, no iba a preguntar, a recoger información para informar a sus televidentes y lectores, sino a establecer un debate público con AMLO poniéndolo contra las cuerdas, como intentó en su entrevista con Maduro hace algunos meses, cuando levantó una acusación de la que no podía desmontarse y que, por su expresión, hacía ya imposible un diálogo pregunta-respuesta. Ante la acusación, lo único que le quedaba al interpelado era la defensa, con lo cual no es posible ninguna labor informativa. La ética, como manifestó el presidente, había sido pisoteada por el informador.
Para acusar es necesario llevar datos incuestionables, entender la realidad y sus antecedentes, y no solo quedarse con la foto de un momento dado, más si, como sucede con la pandemia, estos cambian día tras día. De esa cuenta, el periodista inició su acusación afirmando que el gobierno de AMLO «está en camino a convertirse en el más violento en la historia moderna de México» con más de 86,000 muertos desde que tomó posesión. La afirmación es capciosa y falsa, pues esos muertos no los provocó el Gobierno, por lo que no pueden ser llamados «muertos del Gobierno».
El Gobierno actual de México es el menos violento de todos los de América Latina, pues ha contenido en mucho su carácter represivo. Ya no se dan las violentas acciones militares contra la población o contra supuestos traficantes. Ejemplo claro de ello es cómo ha reaccionado a las movilizaciones agresivas de movimientos de mujeres. Cierto es que la reducción de los asesinatos, como dijo el presidente, es aún mínima, pero ha contenido de manera significativa la tendencia marcadamente ascendente de los últimos 30 años, muchísimo más si se compara con el crecimiento poblacional. De esa cuenta, los casi 100,000 asesinatos de ahora son, proporcionalmente, muchísimos menos que los 70,000 de hace seis o diez años.
Y la población lo siente. Considera que vive más en paz, al grado de que, según la encuesta de mayo de CID Gallup sobre la aceptación de los presidentes de la región, AMLO contaba con la simpatía del 72 % de la población, apenas debajo de Nayib Bukele, de El Salvador, que presume un 84 % de aceptación.
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Ramos, pues, llegó tarde a la cita. Posiblemente la negociación con las empresas periodísticas sobre el precio de su trabajo se demoró mucho, al punto de que la otra acusación, sobre el número de muertos de la pandemia, llega en un momento en el que la intensa y dinámica campaña de vacunación ha dado a los mexicanos un respiro significativo. Porque, si bien es cierto que México es el cuarto país que más muertes ha reportado en los más de 15 meses que ha durado la pandemia, también lo es que ocupa el puesto 22 si dichas muertes se analizan por millón de habitantes. Cierto, México asumió una actitud displicente cuando el covid-19 comenzaba a esparcirse por el mundo y verificó un comportamiento semejante al de Suecia, Chile o Uruguay, aunque con resultados distintos, dadas las condiciones socioeconómicas de sus poblaciones.
Pero felizmente corrigió el rumbo, tanto que solo es de ver las curvas de contagio y de muertes en todo el período para descubrir que, después de una feroz segunda ola entre noviembre de 2020 y marzo de 2021, desde hace tres meses los números están a la altura de lo que eran los primeros tres meses de la pandemia, cuando, siendo bajos, se relajaron las medidas y posteriormente se dispararon los contagios.
La situación de México al respecto no es para nada comparable con el caos y el malestar que se viven aún en Perú, Brasil y Colombia, los tres países de la región con más muertes por millón de habitantes. Y López-Gatell, responsable de la política de combate de la pandemia en México, ha salido mucho mejor librado que Anders Tegnell, el epidemiólogo sueco que promovió medidas relajadas de combate de la pandemia y vio morir así a cientos de adultos mayores de 70 años en los primeros meses de esta.
Valga, por lo tanto, corregir la acusación que Jorge Ramos le hizo a AMLO respecto a que los muertos por la violencia estructural y por la pandemia son sus muertos, excluyéndose él como deudo de tanto fallecido.
México sigue viviendo horas difíciles, pero es notorio que no son tan duras y negras para los sectores eternamente excluidos y explotados, que comienzan a ver algunas luces al final del túnel. Lamentablemente, desde nuestra lectura de esa realidad, difícilmente llegarán a ser tan claras y diáfanas como las de la Revolución y serán aún más efímeras que las que disfrutaron esos sectores con la Independencia y la Reforma.
AMLO puede no ser un dechado de cualidades y capacidades, pero innegablemente es el mejor presidente que México ha tenido desde 1940, la dificultad estriba en que quienquiera que sea su sucesor será incapaz de hacer sostenibles e imperecederos los logros sociales obtenidos en esta administración, particularmente porque su partido es una mezcla de oportunistas con gente bienintencionada, pero sin ningún carisma, con escasa unidad ideológica y, en consecuencia, sin un concepto claro de qué transformaciones son indispensables para reorientar el país por la senda de las conquistas sociales y de cuáles son los medios para alcanzarlas.
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