Ahora podemos darnos cuenta —y bastaría solo darse cuenta, parece— que seguir cultivando las mismas dinámicas y los mismos hábitos de pensamiento de antes ya no es sostenible. En esta cotidianidad sobrepoblada de ausencias, entre las guerras y la reiteración del racismo en los reportajes al respecto, la crisis climática, las nuevas olas de la pandemia y el avance acelerado en el desarrollo tecnológico que ignora o se aprovechan de todo lo anterior, una conciencia distinta vuelve a hacerse urgente. La tendencia de la política local a un nuevo conservadurismo narco-pentecostal que criminaliza y persigue a todo lo que no le favorezca, además, parece rebalsar un vaso ya hace demasiado tiempo lleno. Otras muchas existencias —cuerpos previamente negados, desde siempre en riesgo, como las personas inmunosuprimidas, con enfermedades crónicas o con discapacidad— habían encontrado posibilidades que ahora (que se declara terminada la pandemia a fuerza del hartazgo) se cierran de nuevo.
Todo esto demanda una conciencia existencial distinta. La conciencia de lo que ya somos y en lo que nos estamos convirtiendo. Somos parte de una experiencia colectiva radical, hemos sido trastocades (aunque ya éramos más de lo que imaginábamos). Se nos ha presentado, si bien no a todes en el mismo grado, un quiebre que abre también la invitación a una existencia distinta. Ahora podemos comprender la condición humana de otra manera, sin la esperanza de una salvación sea divina o tecnológica. Las promesas de futuro perdieron sentido. Ya no cabe esperar.
[frasepzp1]
La actualidad exige que hagamos de nuestra propia vida un proceso de indagación y experimentación, fijándonos, por ejemplo, en las relaciones que estamos cultivando y las que no, y la manera en que lo hacemos, no solo con otras personas sino con todo lo demás. Esto, quizás inevitablemente, podría llevarnos a preguntar, ¿qué significa ser humanos?, ¿en qué radica nuestra humanidad? Los virus han dejado un claro recordatorio de que son parte de nosotros, como las bacterias y los hongos. Sabemos que nuestro ADN ha sido moldeado también por las experiencias de vida de nuestros antepasados. La tecnología con la que compartimos nuestra intimidad (la relación erótica que hemos desarrollado con nuestros dispositivos) es ya indisociable de la mayoría. Somos, cada une, en las palabras de los filósofos Deleuze y Guattari, multitudes y seguimos deviniéndolo.
Reconocernos como multiplicidades en relación nos puede enseñar a cultivar una existencia igualmente rica y enriquecedora. Al notar que estamos íntimamente entrelazades con lo demás (y que las entidades independientes y auto-contenidas sencillamente no existen, como tampoco una clara distinción entre un «yo» y un «otro») notamos que nuestras acciones tienen efectos multiplicadores.
[frasepzp2]
Para el filósofo Baruch Spinoza todas las cosas del mundo poseían una inclinación innata para seguir existiendo, pero esto solo era posible si la potencia de los cuerpos (entendidos como materia en general) aumentaba, motivada por su capacidad de afectación. Deleuze y Guattari, que parten de estas ideas, proponen que lo que se requiere es conectar con multiplicidades, hacer rizoma, y así trazar líneas de fuga para pasar de un mundo de definiciones totalizantes al mundo de las potencias y las combinaciones, de las posibilidades abiertas.
Pero vivir siendo conscientes de la amplitud y la diversidad de nuestras relaciones, implica una gran responsabilidad. Como decía hace unos días en una conferencia la filósofa italiana Francesca Ferrando, «lo que yo haga quedará tatuado en el espaciotiempo hasta el final del universo». Hacer es ya siempre conectar, marcar, posibilitar efectos, producir significados y materializaciones. Cambiar nuestros hábitos actuales puede ser más beneficioso de lo que dicen las guías de autoayuda o las infografías sobre la productividad. Es así como podemos propiciar mutaciones estético-políticas, en el seno mismo donde ocurren, desde la cotidianidad.
Más de este autor