Tiene más de 15 años de vivir en El Salvador, donde se ha nacionalizado y donde viene trabajando en su oficio de periodista y como docente especializado. Ha obtenido allí diversos reconocimientos que lo califican como un profesional competente y responsable. Acaba de publicar un libro que se enuncia como novedoso, ya con difusión en aquel y en este país. Su contenido es el resultado de una investigación sobre el repudiable asesinato de cuatro salvadoreños, tres de ellos diputados al Parlamento Centroamericano (Parlacén), ocurrido en Guatemala el 19 de febrero de 2007.
En este terrorífico hecho aparecen implicados altos funcionarios del Estado guatemalteco, en una trama compleja que el trabajo de Fernández trata de ordenar a la luz de evidencias aparentemente nuevas proporcionadas por una exfuncionaria de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y por su propia labor inquisidora. Se trata de una sanguinolenta cadena de crímenes donde lo político se confunde con lo penal, los intereses del narcotráfico con venganzas personales, complicidades elusivas unas, extremadamente visibles otras, y donde aparecen prominentes figuras del Estado guatemalteco.
El punto de partida del trabajo que se comenta tiene un lamentable sesgo inicial: Fernández se apoya en las opiniones y los documentos que manejaba en el momento de su destitución la alta funcionaria de la Cicig, la abogada costarricense Gisele Rivera. Por motivos personales que aparecen confundidos con razones profesionales, la señora Rivera hizo públicas informaciones a las que tuvo acceso en su condición de funcionaria de la Cicig y denunció al doctor Carlos Castresana, en ese momento director de la Cicig, de ocultar parte de lo que se venía descubriendo. Tenemos entendido que en la calidad que tenía Gisele existe un deber de silencio por lealtad profesional. Acceder a datos sensibles en una trama criminal obliga a callarlos, primero por razones mismas del proceso judicial. También es cierto que la verdad solo lo es cuando es pública y que llega el momento en que lo confidencial deja de tener sentido. Estas circunstancias explican la actitud negativa que Fernández manifiesta contra esta institución de las Naciones Unidas, que tan señalados servicios viene realizando en relación con la capacidad punitiva del Estado guatemalteco.
Los hechos son bien conocidos: el automóvil en que viajaban los tres diputados salvadoreños y su chofer formaba parte de una caravana bien protegida por la Policía guatemalteca desde que cruzaron la frontera. Así ocurrió hasta llegar al trébol de Vista Hermosa, lugar donde inexplicablemente el automóvil, un Toyota Land Cruiser, se separó de los otros vehículos. Unos minutos después fueron interceptados y forzadamente llevados a la finca La Concha, municipio de Villa Canales, a unos 40 kilómetros de la capital, donde fueron brutalmente incinerados. Se sabe que su captura y muerte fue obra de un grupo de policías que actuaban bajo órdenes superiores. Se sabe que luego cuatro de los policías asesinos fueron detenidos en la cárcel El Boquerón y cuatro días después asesinados en condiciones difíciles de entender. No los mataron los mareros allí presos, como inicialmente se dijo, sino un grupo de tarea visiblemente impune, que actuó a plena luz. De estas muertes tuvieron conocimiento inmediato el ministro de Gobernación, Carlos Vielmann; el director de la Policía Nacional, Erwin Sperisen; el subdirector de Investigación de la Policía, Javier Figueroa; el director de Investigaciones Criminales de la Policía, Víctor Soto Diéguez; y el experto venezolano y asesor del Ministerio de Gobernación, Víctor Rivera (Zacarías).
Según otra versión, la responsabilidad parcial del crimen de los diputados la tienen los exdiputados Manuel Castillo, guatemalteco, y Roberto Silva, salvadoreño, con vínculos con el tráfico de drogas. La prensa recogió informaciones precisas sobre un valioso cargamento de drogas y/o de una bolsa con más de cuatro millones de dólares que se transportaba en el automóvil del crimen. ¿Adónde fueron a parar estos haberes tan importantes? Alguien o algunos debieron quedarse con ellos. Se dice que alguien vio a Víctor Soto apoderarse de una gruesa maleta, cuyo contenido se desconoce y que fue llevada a un taller automotor de la zona 5 de la ciudad. De todo esto estuvo enterado, desde sus inicios, el jefe de la Policía de El Salvador, Rodrigo Ávila.
Con todo este material, sobreabundante para una novela negra, el libro se lee con interés si se toman en cuenta los comentarios que se realizan a continuación. En primer lugar, Fernández se propone ordenar la información existente en torno a estos oscuros crímenes, dispersa en notas periodísticas, entrevistas, documentos semiconfidenciales, etc. No lo logra. La presentación de los hechos es reiterativa y por momentos cansada, pues obedece a un orden difícil de seguir. En segundo lugar, es importante porque subraya responsabilidades y culpas de los autores intelectuales de estos crímenes. ¿Quién o quiénes dieron la orden de apoderarse del automóvil donde viajaban los diputados salvadoreños y, consiguientemente, de asesinarlos?
No aparece por ningún lado una responsabilidad visible, que personifique la culpa. ¿Cómo se supo que en el tantas veces mencionado automóvil había drogas y dinero? ¿Quién o quiénes se apoderaron del alijo y de tan importante suma de dólares? Se sabe de dónde provino la orden sobre la segunda ola de asesinatos, los policías presos en El Boquerón, lo cual permite suponer que ellos mismos ordenaron las primeras muertes, las ocurridas en La Concha. Con posterioridad han sido asesinados los hermanos Benítez y Víctor Rivera, vinculados con los crímenes. Guardan prisión Manolito, Soto y alguien más. Hay procesos contra Vielmann, Sperissen y Figueroa. ¿Logra el libro de Fernández aclarar todo esto? No, no lo logra. Son muchas las interrogantes que deja en el aire.
Crimen de Estado no es un libro que yo guardaría en mi biblioteca. Lo he prestado ya a algún amigo que no lo devuelve.
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