Por las tardes yo escuchaba en las piernas de mi abuela lecturas como las de El Barco de Vapor, la del mismo Quijote y otras, pero la que me impresionó fue la de El principito, que me abrió una ventana hacia los mares misteriosos. Este libro es un lugar común (para niños y adultos), pero, como dice Borges de los lugares comunes, estos son ciertos y por eso conviene repetirlos.
También ella me compartió un poco del q’eqchi’ que conocía, ya que durante su juventud fue maestra en casi todos los departamentos, incluyendo Alta Verapaz, en donde aprendió a comunicarse. Tenía un diccionario verde muy ilustrativo.
Me inspiró a estudiar francés hablándome no solo de autores, sino que me repetía lo que conocía de ese idioma y me instaba a que acudiera a su amiga, una profesora de origen haitiano, de las fundadoras del Julio Verne, quien bondadosamente me regaló hace poco una colección bastante buena de libros de historia, pedagogía y literatura.
Durante mi preadolescencia (como diría una prima de diez años), el futbol fue mi vida, por lo que me dediqué a entrenar, a jugar, a coleccionar almanaques, estampitas, a comprar camisolas, todo lo que conlleva ser un verdadero fanático. Y fui buen delantero. Anoté un chingo de goles que nadie me quita. Pero me olvidé de esta noción de la lectura. Incluso, la rechazaba. Como que me aburría. Recuerdo que mi abuela me regaló para un cumpleaños discos de Mozart, Bach y todos los famosos clásicos. Me pareció el peor regalo que alguien podía darme. Yo quería una camisola del Barsa.
Luego de unos cuatro años metido en la visión de llegar a ser el próximo Juan Carlos Plata, una tarde de vacaciones de medio año (recuerdo que era el 2002, pues fue en medio del Mundial de Corea y Japón) tuve mi primer desamor. Y un poco por esa confusión me leí dos libros sin poder despegarme de ellos: La metamorfosis, de Kafka, y El túnel, de Sabato.
Resultó este acto en una epifanía de la que no he despertado. Me puse a escribir todo lo que pude y a darles finales a mi manera a las historias que me sucedían, que yo consideraba trágicas. La primera que escribí fue la de esa noviecita a mis 14 años.
Claro que se convirtió en una especie de droga por algún tiempo, pues me lancé al desvarío de la ficción por varios años, un mundo hermosamente mentiroso. La idea era una sola: convertirme en ese escritor maldito retratado en mis novelas predilectas. Eran ellos mis dioses. Hasta que se me mostró una noción de apertura integral que destruyó incluso el mismo mito de la literatura. Lo que no quiere decir que haya dejado de escribir. Muy al contrario.
A lo que voy es a que debajo de todas estas narraciones han estado la paciencia y el amor de mi abuela, quien despertó en mí ese demonio, esa curiosidad, ese humor, de no tomarnos al final la vida tan en serio y de que una de las mejores formas de pasarla es de la mano de un libro.
Así que invito a quienes hayan gustado de esta historia a asistir a la Feria Internacional del Libro, realizada en estos días en el Parque de la Industria, y les recomiendo que lleven a sus hijos y nietos, quienes cuando sean grandes probablemente les escribirán una columna agradeciéndoles ese momento.
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